El grog descafeinado

Este artículo contiene spóilers de Monkey Island I y II, y de Alien 3.

Un fenómeno usual en bastantes ámbitos culturales es el de la beatificación post-mortem. Ahora que Amy Winehouse ha decidido unirse, narcóticos mediante, al selecto grupo de veintisieteañeros músicos yonquis, no falta quien compara su talento con otras leyendas malogradas como Kurt Cobain o Jimi Hendrix.

Dichas leyendas, muy superiores en trascendencia a la londinense, acuñaron nada más y nada menos que revoluciones musicales, haciendo mainstream el grunge y popularizando la guitarra, respectivamente.

Singular es el caso de Hendrix, que revolucionó, no ya un género musical, sino todo un instrumento.

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Jimi Hendrix revoluciona la música con solo cuatro discos.

Y singular es también que, quitando recopilatorios, sesiones en vivo y demás zarandajas más propias de marketing que de verdadero entusiamo por querer transmitir las inacabadas obras del virtuoso guitarrista, la producción neta del de Seattle se reduce a cuatro discos. Cuatro obras mayúsculas que pasaron a la posteridad. No hizo falta más. Y quizá, si en vez de seguir para adelante, el bueno de Jimi se hubiera echado para atrás cuando una lisérgica voz comenzó a llamarle desde otra dimensión, habría sacado más discos que, en conjunto, hubieran estropeado y perjudicado su trayectoria, restándole importancia y contribuyendo a la larga a que Hendrix se sumergiera en los océanos del anacronismo musical, de la decadencia, al estilo de un EricClapton que dejó lo mejor de sí mismo atrás cuando comenzó a hacer pop olvidándose de sus raíces sureñas o al estilo de un ElvisPresley que parecía empezar a sentir más entusiasmo por llenar su estómago que sus auditorios.

Sí, Jimi Hendrix entró en el paraíso de la fama, pero quizá porque no hubo tiempo a que se estropeara. Musicalmente, quiero decir.

Cuando Homer Simpson piensa eso de «si no vas a decir algo inteligente, mejor cállate», para estropear a continuación su auto consejo diciendo algo completamente vacuo, ignora que está entrando en el terreno de la estadística contemplativa. Dí poco, pero dilo bien.

Si vemos una cosa única, y no volvemos a ver algo parecido, y nos parece genial, su impresión en nosotros mismos será mayor. Y eso puede aplicarse a muchísimos ámbitos. Los mejores futbolistas son los que parecen los mejores a ojos de la mayoría, pero también los que lo son durante más tiempo, estropeándose poco. Lo sabía Zidane, que decide retirarse pese a poder aguantar más, porque ya comienza a darse cuenta de que sus piernas no van dando para mucho más.

Monkey Island es un ejemplo fantástico de lo que trato de explicar. Supone, como ahora detallaré, la cúspide no solo de una serie de juegos, sino también la cima de todo un género, la usualmente conocida como «época dorada de las aventuras gráficas». De acuerdo, quizá prefiera el lector otro título como máximo exponente. Da igual. Concédame que Monkey Island debería incluirse en una lista de tops.

Porque lo más conocido de Ron Gilbert son sus magnas obras Maniac Mansion, y los Monkey Island. Sí, tiene más. Pero lo gordo, lo interesante, quedó atrás. Se fue estropeando. Fue pasando el tiempo sin que sacara un nuevo disco que pasara a la historia.

Porque Monkey Island lo consiguió.

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Orson Scott Card, escritor de ciencia ficción y autor de El Juego de Ender, colaboró elaborando la lista de insultos y contrainsultos en la famosa parte de los duelos.

No era solo la mezcla de piratas con el reggae en una maravillosa banda sonora. Era el humor. Y era el abandono de las muertes en la aventura gráfica, permitiendo una tranquilidad reflexiva sobre los continuos movimientos del chico de la paleta, nuestro querido Guybrush.

Monkey Island tiene un sencillo guión, que consiste en el descubrimiento de la isla de Mêlée, con, entre otras cosas, la presentación de uno de los productos más populares del mundo del videojuego, el grog (que existió en la realidad, aunque con ingredientes diferentes), o la mítica pelea de insultos marineros, ideada por el escritor de ciencia-ficción Orson Scott Card, o la búsqueda del tesoro, consistente en una camiseta.

Momentos impagables, conociendo a personajes como el bueno de Otis, con su aliento pestilente, la gobernadora Marley, o uno de mis personajes preferidos, el todoterreno vendedor Stan, de quien nos podremos vengar en la segunda parte del juego encerrándolo en su propio muestrario. Tras perseguir a Lechuck, en busca de venganza por secuestrar a nuestra inesperadamente amada gobernadora Marley, y tras sobrevivir al mar, llegaremos a Monkey Island, donde seguiremos encontrándonos personajes míticos como los caníbales pacíficos (que no verán al mono de tres cabezas) o a Herman Toothrot, cuya aparición, de nuevo en la segunda parte, nos hará entrar en el mundo de la filosofía al preguntarnos de qué color será un árbol que cae en un bosque en el que no hay nadie (con respuesta al acertijo, claro está).

La historia, como digo sencilla, nos hace movernos de Mêlée Island al mar, luego a Monkey Island y de nuevo a Mêlée para tener nuestra sesión de boxeo con Lechuck.

Monkey Island es un gran juego. El barbilampiño jovenzuelo Guybrush inspira ternura. Los caníbales de Monkey Island muestran un civismo envidiable. Y los diálogos son buenísimos, geniales, dentro de esos mitos del humor surrealista como los Monty Python o Terry Pratchet.

Y Ron Gilbert, que goza de la suerte de que las aventuras gráficas de LucasArts por ese entonces pongan el nombre de los creadores en la carátula, ve cómo empieza a hablarse del ‘Monkey Island de Ron Gilbert’.

«Segundas partes nunca fueron buenas».

Y un cojón.

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¿Empezamos un juego con dinero y riquezas? ¿En serio? NO

¿Puede Guybrush ser más lamentable que cuando entraba en la taberna SCUMM (el nombre viene del motor gráfico usado, las emes son de Maniac Mansion) para preguntarle a los jefes piratas locales qué tendría que hacer para ser un pirata, mostrando como único argumento su capacidad para respirar diez minutos debajo del agua?

Sí.

Ahora Guybrush, acertado y aleatorio vencedor del duelo con Lechuck, vive contando sus historias al populacho local, que no sabe cómo quitárselo de encima. Comenzamos en la tenebrosa isla Scabb, y como bien dice Ron Gilbert en la versión remasterizada del juego (se le oye a él, y a Tim Schafer, hablando sobre el juego. Canela.) no quisieron pasar la oportunidad de darle primero y quitarle después toda una masa de dinero. ¿Recordáis lo mucho que nos costó poder comprar una pala y una espada al tendero de la primera parte, sacrificando nuestra salud mental saliendo disparados por el cañón de los hermanos Lingüini o como se llamaran? Diablos, habrá que obtener un nuevo curro, porque volvemos a la pobreza, y todo por culpa del secuaz de Lechuck, Largo Lagrande.

Comenzamos a investigar.

Hemos crecido. Ya no llevamos pantalones negros y camisa blanca al pecho descubierto. Tenemos barba. Y una elegante y característica chaqueta azul. Si Guybrush viajara al mundo actual, le faltaría un perro al lado y una flauta. Pero está en su mundo, y hablando con la Señora de las Tierras Tenebrosas y Pantanosas del Mojo, logra hacer un muñeco vudú de Largo, en una sucesión de pasos divertidísima expulsándolo de la isla, no sin antes meter la pata hasta el fondo permitiendo la resurrección de nuestro archienemigo.

Gulp.

Expulsado Largo, podemos salir de la isla, y es aquí donde Monkey Island II pega el estirón, donde alcanza la edad mínima para votar, donde se emborracha por primera vez delante de sus amigos, donde pega la primera calada y donde folla con su novia del instituto en la parte trasera de su Chevrolet. Sí, amigos, Guybrush busca el Big Whoop, un tesoro de infinita valía, y tiene que buscar nada menos que cuatro trozos del mapa, debiendo viajar y atar cabos entre la propia isla Scabb (que de esa manera logra una estupenda rejugabilidad), la isla Phatt y la isla Booty. Lo mejor de la isla Scabb será para mí la (al menos cuando jugué) difícil detección y posterior resolución de puzle de nuestro querido salchichero Rapp Scallion, cuya mente olvidadiza permitió que el gas siguiera encendido. En la isla Phatt «disfrutaremos» de la persecución de su gordo tirano (la parte en que conseguimos que cierta capitana ocupara nuestro sitio en la cárcel es de ANTOLOGÍA, recuerden su cabeza moviéndose del cartel al guardia y del guardia al cartel) y en la isla Booty veremos una especie de dominio juerguista y carnavalero francés (el Mardi Gras) donde reside nuestra, ya no tan risueña, gobernadora Marley.

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¡Millares escupirán! ¡Centenares escupirán! La parte más asquerosa de los Monkey Island, el concurso de escupitajos, magisterio para el imberbe.

Es en ese momento, cuando tienes que ir enlazando objetos de las tres islas para conseguir las cuatro piezas de mapa, cuando el juego alcanza la gloria. Muchos momentos mágicos hay ahí, como la biblioteca, donde podremos buscar pistas del juego entre los libros (¿o no?), el asqueroso y repugnante concurso de escupitajos (¿recordáis las cuatro opciones, gárgaras incluidas?) o el portentoso reencuentro con Elaine, sufriendo lo que viene a ser conocido como el ATAQUE TOTAL DE LOS COMENTARIOS MACHISTAS.

Obtenidos los trozos del mapa, puzles diabólicos mediante (¿cómo pensar que un mono camarero serviría para eso?) llegamos por fin a nuestro archienemigo, Lechuck, que consigue capturarnos, para después liberarnos y caer en la famosa isla Dinky. Resulta que sí, que estamos al lado del tesoro, y hemos llegado de una manera muy loca. ¿Qué coño es ésto? ¿Es Alien 3, donde cambiaron la historia tras cascar el médico porque habían robado el guión? ¿WTF? Pero da igual. Estamos muy muy cerca, y nos encontramos con un loro colaborador, con Toothrot de nuevo, y con las ganas del equipo de Monkey Island de querer acabar YA el juego.

Y llega el final.

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Justo en este momento se desata el WTF.

Uno de los finales más polémicos del mundo del videojuego. El BigWhoop. Teorías conspiranoicas hay para aburrirnos. Busquen por Google, de verdad que merece la pena. Faltan los ovnis. Y sin embargo lo lógico es pensar, como sugiere la gobernador Marley una vez pasados los créditos, que todo es un hechizo. ¿Puede que el hechizo comenzara en la propia fortaleza de Lechuck? Da igual. El final no es que sea abierto, es que es una maldita fosa abisal, y el impacto que acaba creando en la historia del videojuego se asemeja a los que hemos disfrutado/sufrido el final de Los Soprano. Puede pasar cualquier cosa. Y Ron quería eso, no quería un final normal. Y lo consiguió, colocando el final de MonkeyIsland II en habituales listas de los finales mejor y peor valorados.

Después de eso surge el divorcio. Sí, llega un estupendo Curse of Monkey Island, llega después un Monkey Island IV, destrozando la saga al asumir el modelo Grim Fandango, y un aceptable Monkey Island V, donde Ron Gilbert, que se había alejado de los dos proyectos anteriores, participa levemente.

Mucho se fantasea ahora con la compra de LucasArts por parte de Disney y con las palabras de Ron Gilbert queriendo recuperar su producto. Sí, como decía un buen amigo, «mi ego se pone duro y venoso» cuando pienso en un Monkey Island III.

La magia ha desaparecido. Jimi no se ha suicidado. Ha engordado, y ha probado a tocar Dubsteb. Está probando otros géneros.

Y volvemos al principio. ¿Es quizá Monkey Island un Pulp Fiction? ¿Serán sus posteriores obras siempre menores, aunque brillantes? ¿Nunca volverá a alcanzar el cielo? ¿Qué es de Ron Gilbert, que disfruta en chats dando verdaderas y falsas pistas sobre el nunca resuelto misterio de Monkey Island? ¿Lo sabremos algún día?

Y en medio de eso, llega The Cave.

Entrada a la cueva

¿Siete personajes de los cuales puedo elegir tres? Me suena a Maniac Mansion. ¿Iré resolviendo los puzles con las habilidades de los personajes, y con la colaboración simultánea de éstos? Me recuerda a ciertos vikingos. Sí, Ron Gilbert no trae nada original, pero eso no es problema, si la carne que nos trae en el plato es gallega. Y no lo es.

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La moralina que la Cueva nos echa encima no convence. Los personajes no hablan, y las imágenes que cuentan la historia destacan negativamente por lograr que el estilo visual del juego acabe siendo heterogéneo.

Para empezar la rejugabilidad es un lanzazo envenenado al costado. Resulta que para conocer la historia de los personajes, al elegirlos de tres en tres, tendrás que pasarte el juego un mínimo de tres veces. Lo que ocurre es que en el juego, aparte de los escenarios concretos de cada personaje, que me han gustado bastante destacando la feria del paleto y el templo del budista, hay algunos escenarios como la parte de la mina, la de la caza, o la de la isla (donde por cierto se hace un guiño a nuestro querido Toothrot con su loro) que, al pasarte el juego de nuevo, se repiten. Si a eso le sumamos el que, al pasarte el juego por tercera vez, tienes que elegir, sí o sí, dos compañeros cuyos escenarios ya te habrás pasado, resulta una partida en la que el único misterio es el escenario del personaje que te queda, teniendo que repetir todo lo demás.

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No hay duda, el aspecto visual es muy atractivo. Disfrutaremos los escenarios de cada personaje.

En segunda lugar hay un problema de profundidad. Sí, la cueva te habla, pero Ron Gilbert tendría que haberse empapado de Aladdin para averiguar cómo sacar provecho de una cueva, porque ésta, aunque habla, y bastante (y bastante menos de lo que hubieran querido los creadores del juego, tal y como veíamos en la entrevista del equipo de Double Fine) la verdad es que a mí me ha hecho poca gracia, e incluso a veces tenía asumidas líneas de diálogo sonrojantemente pretenciosas. No veo el humor de Ron Gilbert aquí, salvo en algunos de los puzles y en los desaprovechadísimos personajes secundarios, esos que pueblan la cueva, como el maestro de llaves que veremos al principio o al final..

El gran atractivo del juego es su apartado visual, con unos decorados muy atractivos, bonitos y elegantes que disfrutaremos al ir descubriendo los mundos interiores de cada personaje. No obstante, algo falla. El modelado 3D que tienen los personajes más o menos encaja con los decorados…pero no del todo, como podemos ver cerca del final en las secuencias en barca. Algo ahí no encaja del todo, lastrando un poco el efecto visual global, recordándonos a otros juegos (Limbo) en los que la fusión entre escenario y protagonista era totalmente fluida.

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En cada escenario tendremos que ir de aquí para allá, trasteando objetos, usándolos con otros, para ir resolviendo los puzles mientras disfrutamos del paseo.

La profundidad de las historias es bastante pobre. Usado y abusado el vídeo y la secuencia visual como elemento de comunicación de la historia en el videojuego, es de agradecer que se usen otros métodos. El audio me gusta particularmente, me gusta mucho, y pienso que ayuda a crear mucha ambientación como en los discos que encontrábamos desperdigados en BioShock o en Batman: Arkham City, por decir dos. La imagen así  mismo puede ser un importante elemento comunicador, como podíamos ver en la estética cómic de Max Payne o en InFamous. Pero si usas la imagen debes ser capaz de darle un aspecto coherente con el resto del juego, o darle una estética distinta que lo complemente. Pero si la estética no es acertada, como en el caso de The Cave, se carga el juego. En The Cave casi podemos tener la sensación de que las partes que se han dedicado a montar los escenarios (lo mejor del juego), los modelados de los personajes y las ilustraciones (unas 10 por cada personaje) no han hablado entre ellas, logrando el desastre. Cuando acabas el juego y tu personaje sube la escalera, esperas algo más que la última fea viñeta de la colección.

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This is the new shit.

El juego está bien, te entretendrá, si tienes la paciencia de acabártelo por tercera vez para conocer todos los personajes, pero no es Ron Gilbert. No lo es. Y seguramente si el juego no fuera suyo habría alcanzado mayor fama y gloria. El juego indie del año, lo veo. Pero con su nombre, uno se espera algo más. Uno se espera la acidez de los comentarios surrealistas clásicos de Ron Gilbert, que parecen más presentes en otras aventuras gráficas como Caos en Deponia.

Sí, sale la planta Chuck. Sí, sale una máquina de refrescos de Grog. Y echas la moneda. Y bebes el Grog. Pero éste ya no corroe las tazas.

Guillermo G.M.

Fundador de Deus Ex Machina. Ha escrito en Desarrolloweb.com, Sphera Sports, Mondo Píxel, OchoQuince Magazine, Jot Down, Fuera de Series, El Butano Popular o Indieorama. Ha dado ponencias centradas en la historia del desarrollo independiente y en el indie fomenta la conciencia social.

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