En mis años mozos, con cada nuevo juego –y su consiguiente delay informativo en prensa escrita– corría a mis señores padres a pedirles que me lo compraran. Da igual el género, la pataleta duraba días. «A ver las notas», sentencia que resonaba con un cáustico efecto doppler, un orgiástico suspense de primacía. Las notas eran una reducción al absurdo de mis peleas escolares, el cosmos de la edad, mis exámenes fallidos porque me daba vergüenza decir que no veía la pizarra y mis sobresalientes furtivos. Las notas eran el salvoconducto hacia la probidad, epigénesis para despistados.
Este martes vino servido por cambios en las políticas internas de puntuación de una cabecera del medio que, para resumir, eliminaba las notas de sus análisis. Esto es: viendo la vorágine de sucesos en una industria que fagocita cualquier precepto dado por sentado, donde los juegos salen cada vez en estado más precario por culpa de los costes de desarrollo y… las notas, como los precios señalados dentro de bubbles rojas en los panfletos publicitarios del Lidl, son un resumen gráfico, una apoyatura informática que deforma, altera y substrae el interés según convenga. Pero no son el mal. He crecido pensando eso y no. El mal deviene de su interpretación sesgada e igual darán números romanos, dígitos centesimales, drupas o rombos verdes porque, como objeto gráfico representativo de un cómputo general, consienten la desinformación. Objetivan un mensaje subjetivo –porque todo es subjetivo–.
Cuando el difunto Roger Ebert soltó su exabrupto de hombre viejo, declamando que los videojuegos nunca podrían ser arte, una turba de chavales se lanzó al grito de «éste no tiene ni puta idea». El periodista deportivo, reconvertido en uno de los críticos más influyentes y no pocas veces certeros de la gramática cinematográfica, dio una opinión accidentada y quizá reduccionista sobre unos cimientos que tenían algo de verdad. Ebert puntuaba con estrellas, estilo clásico donde los haya, pero sus textos, como toda buena disertación, se prestaban a un coloquio, incluso al diálogo interno y el replanteamiento de nuestro ideario. Sus dos estrellitas a Fight Club sirvieron para querer leer la crítica y despertar un debate de contrastes, defender posiciones o tronar maldiciones a voz en cuello [recuerden aquella magnífica contrarréplica]. No se trataba de hacer caso a pies juntillas ni a él ni a sus malditos iconos, sino de argumentar un posicionamiento, construir el pensamiento propio.
Varios años después, en 3º de E.S.O., un andaluz vestido de Coronel Tapioca se plantó en la esquina superior derecha de su mostrador y comenzó: «aquí venimos a aprender». Eso era lo importante, según él. Demostró ser un profesor solvente y manejar la convulsión de la edad sembrando inquietudes en la clase. Y mis notas mejoraron. Entendí que las notas eran más un procedimiento de rutina que ningún tipo de puente entre el conocimiento aprehendido y la lección escupida sobre los folios. Luego, hacia finales del curso, otra vez: «a ver, las notas». No, esperad, puedo explicarlo, el de inglés me tiene manía y lo he hecho lo mejor que he podido y…