Epistemología 101

 

Este texto no contiene spoilers de The Witness.

Si mañana tuviera que ilustrar una clase de introducción sobre teoría del conocimiento, i.e. la epistemología, obligaría a los alumnos a jugar a The Witness de Jonathan Blow. Su ambiciosa estructura, así como el talento puesto en el funcionamiento del entramado de puzles, hacen de The Witness un correcto ejemplar sobre lo que implica conocer algo.

Sabemos que el conocimiento es importante porque conocer nos permite hacer cosas (como engañar a los demás), podemos predecir qué va a suceder si conocemos cómo funciona una regularidad, qué podemos esperar de tal o cual persona si sabemos cómo es, entre otras cosas. Por eso lo atesoramos, lo compartimos o lo manipulamos. Pero, ¿qué es lo que es? Jennifer Nagel, profesora de Filosofía en la universidad de Toronto, clasifica en cuatro el uso que hacemos de conocimiento: (1) Cuando decimos que «conozco a una persona» o «conozco un lugar»; (2) Cuando digo «conozco un idioma», i.e. sé que conozco que poseo una habilidad concreta; (3) cuando digo «sé que está lloviendo», esto es, cuando conozco un hecho y no sólo se cree o se piensa. El conocimiento al que me referiré aquí es del tipo (3), que es por el que se preocupa la epistemología. De esta manera, ¿por qué The Witness podría ser adecuado para ilustrar qué es eso de “conocer algo” para una clase de introducción al problema del conocimiento? La respuesta corta, que resume el contenido de este articulo, sería que el conocimiento humano es un logro que adquirimos cuando somos capaces de discriminar entre lo aleatorio y lo determinado, y The Witness conspira todo el rato de forma sutil para que seamos capaces por nosotros mismos del milagro del conocimiento.

Siete años después de Braid, una auténtica revolución del indie, Jonathan Blow y su equipo creativo trae The Witness, un juego que enfatiza una buena idea hasta la nausea. El experimento les ha salido más que bien. La mecánica con la que todo el juego se levanta trata sobre resolver puzles con forma de panel en los que debemos sortear laberintos mediante el trazo de una línea continua. La cosa se complica casi de inmediato mediante tres factores: algunos puzles se resuelven de varias maneras diferentes, lo que produce efectos distintos en el entorno; para saber qué camino tomar debemos resolver cuál es el lenguaje simbólico que Blow utilizó en el puzle, que se representa mediante unos códigos visuales, como estrellas, cuadrados o unas piezas que recuerdan al celebérrimo Tetris; el juego no es una sucesión lineal de puzles sino que tenemos toda una isla repleta de estos que podremos afrontar en el orden que prefiramos, lo que a veces nos lleva a zonas en las que el lenguaje simbólico que debíamos aprender para resolverlo aún no fue adquirido de manera adecuada. Por si les parece poco además hay que añadir que los decorados de la isla son un puzle en sí: todos los elementos están pensados de tal forma que entre sus coloridos rincones se esconden patrones que seremos incapaces de ver hasta que no llevemos un buen tiempo de paseo y observación. Por estos motivos, The Witness resulta una experiencia de lo más satisfactoria pese a la dificultad de algunos de sus rompecabezas.

El “tutorial invisible” de The Witness, que se representa con un patio inicial del que no podemos salir hasta resolver el puzle (la única zona en la que esto sucede) reproduce a pequeña escala todo lo que va a suceder en el resto del juego e introduce al jugador en cómo el juego es un decálogo sobre el aprendizaje y el conocimiento. Más concretamente: de ¿cómo sé que sé algo? Blow parece responder: confrontando aquello que crees que sabes con problemas específicos donde demuestres que tu creencia es verdadera. Porque la diferencia entre creer algo («creo que hay un gato en el tejado») y saber algo («sé que hay un gato en el tejado») reside en que la creencia puede ser verdadera o falsa mientras que conocer algo siempre ha de ser necesariamente verdadero. Los puzles de Blow exigen que sepas cómo resolverlos.

Es relevante que traiga aquí a Edmund Gettier, al que considero mi mayor héroe de la filosofía. Creo que es la envidia de todo el mundo académico y de cualquier buen español: un profesor de universidad que, obligado por las circunstancias, debe hacer aquello por lo que mantienen su plaza, esto es, publicar. De esta manera, Gettier escribió un artículo de un folio y medio, ni mil palabras, en la que puso en cuestión algo que venía siendo incontrovertido desde Sócrates: que el conocimiento tiene como condiciones suficientes que sea una creencia justificada y verdadera, mediante unos sencillos ejemplos que, desde entonces, reciben el nombre de “casos Gettier”. El artículo en cuestión se llama Is Justified true believe knowledge?. Propone que las condiciones de creencia, verdadera, justificada son insuficientes para explicar el conocimiento porque podemos saber algo por pura casualidad, pero todos pensamos intuitivamente que eso no puede ser conocimiento; por tanto, debe haber otra condición distinta que añadir o debemos atender a flexibilizar o endurecer qué queremos decir con justificado o creencia. Después de este artículo de, insisto, un folio y medio, Gettier no ha vuelto a publicar nada, ni se espera que lo haga. Tampoco nadie le pide ya que lo haga: los “casos Gettier” siguen siendo el mayor desafío de la epistemología hasta la fecha, ¿acaso necesita demostrar algo más a alguien?

Cuando Jonathan Blow nos propone alguno de sus puzles está testando esta idea de Gettier sobre que para que alguien pueda decir que sabe algo no basta el azar. The Witness no nos está pidiendo que aprendamos la habilidad de resolver puzles, sino que seamos capaces de saber cómo resolver cualquier tipo de puzle nuevo que nos propusieran que contenga un lenguaje simbólico determinado. Aunque pueda parecer una habilidad, es un logro cognitivo en donde se ha extraído del ejemplo concreto cómo unos elementos discretos y aparentemente aleatorios se combinan de tal forma que significan algo. Nos demuestra a nosotros mismos que sabemos algo. Así como los primeros puzles donde aprendemos el lenguaje simbólico son sencillos y se resuelven por azar, sólo al regresar a estos más adelante empezamos a comprender que existe una regularidad, que no se trata sólo de ir probando los distintos caminos hasta que se “abre” el siguiente puzle. Esto debe ser así porque cuando encontramos un escollo nos damos cuenta de que, debido a que la combinación de elementos discretos multiplica las opciones que podemos tomar, necesitamos tener una teoría sobre cómo funcionan los símbolos para poder desenmarañar el desafío de Blow. No se trata de ver una estrella naranja y decir «creo que cuando está este elemento debo tal y tal» sino «sé que cuando hay esto debo tal y tal», algo que va más allá del mero azar o la serendipia —es la esencia misma del «sé que conozco algo». El bueno de Blow ha tenido a bien de integrar todo los elementos de su isla para que surja ese sentimiento de placer tan humano cuando sabemos que conocemos algo.

Existe otro problema importante con la misma esencia del conocimiento y que los códigos de The Witness manejan, y es que la naturaleza es un espacio que, tras pasarlo por el cristal del conocimiento, deja de ser un lugar monótono a que podamos encontrar multitud de patrones que nos permitan su manipulación. Lo que se conoce como explotar y crear nichos informacionales.1 Y es que el conocimiento tiene esa particularidad: sólo puede ser un logro que surja de comprender que no todo es conocimiento ni que el conocimiento es algo imposible de conseguir (como diría un escéptico tradicionalista). Si todo fuese igual así mismo (por ejemplo, todo es agua) entonces no sabríamos nada (pues todo es agua); sin embargo, si todo fuese aleatorio tampoco podríamos saber nada, pues nada podría, por ejemplo, ser anticipado. Ambos casos extremos son falsos: hay diversidad y podemos predecir algunos acontecimientos.

Por esto mismo resolvemos problemas novedosos aplicando la razón, como sucede en la Física: manejamos fórmulas que son instancias de la realidad mediante las cuales podemos predecir qué va a suceder. De esta forma, aunque se puedan cuestionar los fundamentos mismos de la ciencia, decimos que sabemos cómo funciona tal o cual cosa (incluso aunque no sepamos qué es la cosa en sí). En The Witness debemos enfrentarnos múltiples veces a este dilema: una vez aprendido el sistema simbólico, su significado, debemos dar cuenta de que sabemos. Pero ocurre de otra manera más sutil e impresionante: cuando comenzamos a ver los patrones que la naturaleza y los elementos que han sido colocados en la isla nos están diciendo cosas. Entonces dejamos de ver un árbol como un árbol para verlo como un signo de otra cosa, o una tubería como tubería para verlo como otra línea más de un infinito puzle que lo conecta todo.

The Witness es una advertencia sobre los límites del conocimiento pero, sobre todo, un magnífico ejemplo de cómo el conocimiento es un logro del que nos podemos sentir orgullosos. Y es que conocer da gustito, digan lo que digan los que pretendan convencernos que debe morir la inteligencia y la razón. Por eso seguimos tratando de conocer, porque, además de sernos útil, da placer. Y eso sí que es sexy.

1 Al respecto: Broncano, F. (2004) “Capacidades metarrepresentacionales y conducta simbólica.” Estudios de Psicología 25(2), pp.183-203; Sterenly, K. (2010) “Minds: Extended or Scaffolded?” Phenomenological Cognition Science. 9. pp.465-481.

The Witness
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Alberto Murcia

Alberto Murcia (1979) es doctor en Humanidades por la Universidad Carlos III y parado de larga duración. Además de sus publicaciones académicas ha escrito y dirigido varios cortometrajes entre los que se incluyen Killing Rasputin , Ritmo & Furia y La Luz del Mundo. Colabora también para la web Antihype, Irispress.es, Anait y Zehngames. Mantiene su blog mottainai2.blogspot.com desde hace demasiado tiempo.

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