Haber atravesado los 90 con amor por los videojuegos conlleva una espina clavada dentro del alma. En algún momento que nadie puede recordar el Sistema decidió aprovechar los sueños más salvajes de los primeros turistas del ocio electrónico. Se erigieron promesas bastardas añadiendo migajas de imaginación y tecnología a un caldo compuesto por marketing concentrado. El resultado fue la enigmática palabra «virtual», acompañada frecuentemente (pero no siempre) de «realidad». Y de repente el destino estaba sellado. Quedó claro que en unos años podríamos elegir caprichosamente en qué universo discurrirían nuestros sentidos. Los reportajes de la Hobby Consolas lo profetizaban, las películas daban testimonio y los arcades sermoneaban sobre el credo de las maravillas que estaban por llegar.
Huelga decir que la ilusión por la realidad virtual noventera murió esperando. Pero la industria intentó llegar a la cita a tiempo, o eso queremos creer. Los más afortunados probamos una recreativa Virtuality o algún otro dispositivo de la época para entender que «sí, pero», otros tuvieron un claro desengaño con Virtual Boy y, el resto, ajeno al estado de la realidad virtual, siguió preguntándose qué había de la tierra prometida por los profetas.
Poco a poco entendimos que nos habían dejado plantados. Así que con el corazón roto nos dedicamos a seguir adelante, contentándonos al descubrir que mirar a Super Mario 64 nos provocaba una sensación parecida a aquel sueño que tuvimos una vez, pero no era lo mismo. Acabando la década abandonamos la obsesión por viajes sensoriales para preocuparnos por el mando de la Dreamcast o el DVD de PlayStation 2. Y en esta realidad todo fue bien, pero jamás olvidamos ni la promesa ni la afrenta.
El juego de Palmer
Pese a arrastrar el caparazón de escepticismo hasta el día de hoy, en el momento de escribir este texto el panorama de la RV está en plena ebullición una vez más. Recientemente el público y la prensa se han enamorado con locura de un joven norteamericano llamado Palmer Luckey. Su historia se ha convertido en una fábula capitalista en la que un entusiasta aficionado responde a la llamada de su destino y se convierte en emprendedor gracias al mecenazgo colectivo de una legión de creyentes.
Su grupo de seguidores ha aceptado a Luckey como una nueva figura mesiánica en el campo de la RV. Poco a poco, el hobbysta que llegó a tiburón del hardware está consiguiendo traspasar la fe de su parroquia hacia la empresa que capitanea: Oculus. Toda la imagen corporativa de la startup ha nacido inmaculada. Luckey ha formado un equipo que aparenta ser tan capaz de traer mundos virtuales como de irse a tomar una caña con un fan entre anécdotas videojueguiles. En Palmer confiamos.
Y todo gracias a un cuento de hadas moderno. El bueno de Palmer pasaba sus días en un foro de Internet para aficionados a la realidad virtual conocido como MTBS3D. Un lugar de encuentro para aquellos que reniegan del final del sueño de la RV, confiando el porvenir a su propia creatividad e ingenio. Luckey llegó a desarrollar un prototipo de gafas virtuales que bautizaría como Oculus Rift.
Lo he basado en la idea de que el HMD crea una grieta [rift] entre el mundo real y el mundo virtual, aunque tengo que admitir que es bastante estúpido
– Publicado por Palmer Luckey en MTBS3D el 15 de abril de 2012.
Aún con algunas taras, el insultantemente sencillo diseño del headset rendía de forma tan prometedora que titiló hasta el entusiasmo a la comunidad que vio nacer al aparato. Pero el hábitat de esta muestra de talento absoluta seguía siendo un foro de parias dolidos por una promesa rota, sinceramente entusiastas pero involuntariamente elitistas, como cualquier otro reducto de resistencia. Palmer no lo sabía, pero su arte necesitaba un salvavidas para no hundirse en la anécdota. Y la vía de escape llegó en una suerte romántica de sensei. El padre que tiende la mano. John Carmack.
En un pase de pura serendipia, el hechicero del código se encontraba en la última intentona de su incansable búsqueda personal del sistema de RV perfecto cuando se topó con el prototipo de Luckey. Antes de la fortuíta reunión, Carmack surfeó durante años la cresta de la ola de la experiencia virtual de forma activa y pasiva. Algo que no es de extrañar puesto que sus joyas Wolfenstein 3D (iD Software, 1992) y Doom (iD Software, 1993) poseían un obvio atractivo para los primeros fabricantes de hardware de RV.
Pese a poder catar las ofrendas de la industria, el programador rockstar tuvo que sumergirse en persona por un mar de propuestas amateur para discernir por fin la única flor que consiguió robarle un pedacito de corazón y un escalofrío de interés. John tiró de figura, pidió el prototipo a Palmer, ideó el software que abría la caja de Pandora y presentó un headset hecho con cinta aislante en el E3 de 2012, resucitando de inmediato el interés del universo por la realidad virtual. Luego llegó Kickstarter, el nacimiento de Oculus, Valve, YouTube, el hype y la leyenda.
Listo Jugador Dos
Pero dejando los orígenes aparte, el Oculus Rift es al fin y al cabo un producto. Uno que tiene que lidiar con expectativas infladas tras años de maniobras de ingeniería publicitaria que nos obligaban a preguntar una y otra vez «¿dónde está Poochie?» cuando realmente nunca había llegado de su planeta. No obstante, el dispositivo de Oculus consigue respingos de humildad en cualquier usuario que se acerque por primera vez, superando con creces la justa inocencia que nos provoca un nuevo gadget en los tiempos que corren. Es en toda regla la segunda oportunidad de la realidad virtual tras el final de partida de la primera.
El Oculus Rift destila magia suficiente para ponernos de rodillas al nivel de la ilusión de una Noche de Reyes. O al menos por un instante. Inmediatamente después nuestra aburrida mente adulta esputa toda una serie de consideraciones y peros que, sin embargo, no consiguen acallar al crío interior que se encuentra con el pie en otro mundo implorándonos a gritos que nos dejemos llevar. El niño también parece canturrear una burla inocente que se puede resumir como «¿lo ves? ¡Te dije que se podía!».
Y es que el aparato hace un montón de cosas bien. Pero eso no evita la pregunta lógica de cualquier historiador del ocio electrónico: «¿Por qué ahora (y no antes)?» La respuesta está en el advenimiento de los teléfonos inteligentes que ha provocado un radical abaratamiento y miniaturización del hardware. Palmer Luckey supo esperar al momento en el que esta tecnología pasó a ser útil para los videojuegos, violando entonces el uso esperado de varios de los componentes de un smartphone para satisfacer sus propias inquietudes y, de paso, las del mundo entero.
Mi objetivo no era construir algo. Realmente solo quería comprarlo. Asumí que debería existir algo bueno por ahí que pudiera utilizar para juegos
– Palmer Luckey
El conveniente entorno tecnológico permite al Rift entregar a nuestros ojos un ángulo de visión equiparable a modelos que hasta ahora costaban cifras de cinco dígitos. Pero en este caso el viaje solo cuesta el sueldo de medio mes. Junto al revolucionario baño visual, el headset también se encarga de permitirnos mirar a nuestro alrededor gracias a un preciso conjunto de sensores, sin olvidarse de hacernos entender si algo está aquí o allá, emulando la estereoscopía de profundidad que nos es familiar a todos los que tenemos dos ojos hábiles. Combinación ganadora.
Work in progress
Primero las malas noticias. Aún con la buena praxis de las gafas maravilla, el modelo actual (por ahora está disponible online un primer kit para desarrolladores) no calma del todo nuestra sed de inmersión debido a varios inconvenientes con soluciones de diversa dificultad. Pero con soluciones. La más notable para el jugador utilitario es el brutal efecto mareante que provocan los más ligeros movimientos, convirtiendo al uso del kit de desarrollo en un gusto adquirido que rivaliza con el tabasco o las telenovelas pastelosas.
El malestar del modelo para desarrolladores se acumula de forma inexorable durante las sesiones de juego, terminando por provocar una respuesta emocional negativa hacia el aparato al estilo Pávlov. Sucede que el presente kit de desarrollo se limita a seguir los ejes de rotación de nuestra cabeza (entiéndase en términos aeronáuticos como cabeceo, alabeo y guiñada) pero no los de traslación, lo que sumado a un panel de imagen que sufre un excesivo desenfoque de movimiento dan como resultado un cóctel embriagante.
Por suerte, este aspecto parece haber sido placado con el segundo modelo de desarrollo de Oculus denominado Crystal Cove. Para ello se vale de sensores adicionales que ahora permiten a la máquina entender el posicionamiento absoluto del headset, reduciendo drásticamente los desacuerdos con el oído interno y, de paso, permitiendo al usuario agacharse o sacar la cabeza por la ventanilla de su Ferrari virtual. La nueva característica viene acompañada de una mejora de la resolución y una bajada de la latencia en la pantalla que tenemos delante de los ojos. Por todo esto, el tema de los mareos lo ponemos temporalmente en la bandeja de pendientes.
En el terreno de la pantalla el Rift también admite su límite y denota sin querer lo tiquismiquis que es nuestro magnánimo cerebro a la hora de algo tan cotidiano como ver. La resolución actual no convence a nuestros ojos del todo y le da una excusa al órgano rey para resistirse a la ilusión. Como los responsables del dispositivo se hartan de repetir, parte de la solución de este problema recae en las manos de los creativos del software, que deben diseñar sus contenidos con la mayor fidelidad posible o, por el contrario, relegarlos a gráficos más referenciales. Así que esto lo ponemos en las bandejas de pendientes de todo el mundo.
La misión de Oculus pasa por tirar del carro tecnológico hasta conseguir la suficiente fidelidad y confort para convencer al gran público de su apuesta. Por ahora las limitaciones del headset provocan una inmersión incompleta, todavía a gran distancia de lograr que confundamos realidades. Nunca dejamos de estar ni aquí ni allá. Más concretamente, el developer kit #1 no engaña a la psique consciente, aunque sí que es capaz de tocarnos (e incomodar) el cerebro primitivo. Una realidad técnica lejos de las fantasías de ciencia-ficción pero que no es ni mucho menos un fracaso. Sin ir más lejos representa la primera nota (todavía algo desafinada) de una sinfonía mucho más grande que ahora tenemos la certeza de que se ejecutará en su plenitud. Y aunque a todos nos resulta familiar, veamos como suena.
El quirófano de los sentidos
La primera visita a la madriguera del conejo siempre consigue sorprender al aventurero. Da igual quién, cuándo, dónde o porqué. El vistazo pionero a la realidad digital provoca algo fundamentalmente guay durante unos instantes. Una vez calmadas las alarmas, la excitación inicial da paso a una tranquilidad aburrida que nos permite examinar todo con más detenimiento. Dejando atrás el encuentro con lo desconocido, todo parece volverse un tanto anodino y vulgar en comparación. Tras las primeras horas se atribuye rápidamente el interés de la propuesta al terreno de la novedad. Un terreno que, por definición, es sobradamente efímero.
No es hasta pelear tozudamente con la aparente superficialidad de la experiencia cuando se advierte la verdadera complejidad del mecanismo. No se trata de una conversación entre hombre y máquina en frases completas, sino en susurros. Un lenguaje de sutilezas que muchas veces solo entiende el primate que una vez fuimos. El ego comienza alienado en una conversación de a dos entre el impostor tecnológico y el rombencéfalo ignorante, pero poco a poco los términos del diálogo van cobrando sentido hasta que, al final del camino, se comienza a vislumbrar una significación que va in crescendo.
La realidad virtual promete cierto tipo de transcendencia de los límites de la realidad física.
– Communication in the Age of Virtual Reality (1995), Frank Biocca & Mark R. Levy
Una de las primeras cosas que nuestro sistema visual entiende de la oferta del Oculus Rift es la escala. El sistema estereoscópico nos brinda la posibilidad de medirnos frente al mundo. Nada más abrir los ojos conocemos nuestra altura con respecto al suelo, lo grande que es la habitación que nos rodea o lo cerca que nos pasan los marcos de las puertas de la crisma. Un estante pasa a sobresalir de la pared «unos 15 cm a ojo» y un planeta se convierte en una bola más grande que los pasos de una vida. Esto representa el primer apretón de manos con la simulación y por sí solo ya significa un cambio esencial en lo que esperamos de un juego. Pero mientras superamos el primer truco evidente, pronto surge algo más complejo.
Aquí estamos, siendo gigantes o enanos alrededor de NPCs virtuales. Ningún desarrollador se molestaría en hacer un mundo a escala cuando desde un monitor no existen referencias para entender estas sutilezas. Pero disculpando a los pobres programadores, el viaje continúa. Y para reírnos de esta vicisitud nos vamos acercando al primer personaje que nos encontramos, a ver quién toma más Cola-Cao. Pero al llegar cara a cara algo explota. Dentro de nosotros se revuelve el organismo encargado de dejar un asiento de por medio en el autobús. Pero ¿cómo? Él. Ella. No representan a nadie de nuestro mundo y su único propósito es repetirnos un bucle de tres frases hasta continuar adelante.
Pero existen. Están ahí. Y la cosa se complica en cuanto la inaceptable invasión de su espacio personal les lleva a clavar su mirada en la nuestra. «Hola Freeman. ¿Qué tal?». Deja de mirarme. Quizá no creamos lo que dicen nuestros ojos, pero al encontrarnos con los de otro ser nos vemos obligados a tenerlos en consideración. Da igual el número de polígonos de su cara o la malla de deformación cuando sonríe: «Me miran a mí«. Y es así como paulatinamente se va revelando el motor último de lo virtual: la presencia. No podemos dejar de pensar en lo sorprendente que resulta que un trozo de código haya reclamado el derecho a estar ahí. Pero contemplando esta curiosidad pronto recaemos en otra extraña implicación existencial.
Nosotros también estamos ahí. Aún con los chirríos de la máquina simuladora, la presencia del ego se abre camino hacia la fantasía. Los ojos de cada NPC invitan a la razón a decir: «Joder. No sé. Supongo…». Empieza como algo inaudible, una cuasi-existencia, pero termina por materializarse como algo tangible que se queda con nosotros. Con las suficientes horas de viaje se pasa del interés por ver al interés por estar. Todas las posibilidades de los mundos de la imaginación del hombre pasan a ser nuestras. Algo que, pese a llevar muchos años esperándolo, ocurre de forma muy diferente a como nos habíamos imaginado.
Más allá de la ventana
Aunque se ha convertido en una disciplina con características propias, los videojuegos están empezando a ser una simulación de la simulación. Muchos títulos significan la presencia del jugador con todo tipo de recursos que suelen estar relacionados con la cámara que nos ofrece la acción. Buscando el estímulo del jugador, los videojuegos convencionales han generado un lenguaje post-cinematográfico basado en el exceso. Un lenguaje que realmente solo sirve a la limitación genética del videojuego: la pantalla.
Llevamos más de medio siglo presentando mundos accesibles desde una ventana, que si bien cada vez es más grande y más nítida, sigue siendo una barrera. Una tan familiar que hereda un nombre propio desde los primeros tiempos del teatro en caja: la cuarta pared. A veces rota, habitualmente intacta y siempre presente. Toda la acción del otro mundo transcurre dentro del espacio que le tenemos reservado en este. Ahora bien, los headset de realidad virtual nos piden una comunión diferente. Acércate. Y una vez allí, suceden cuestiones revolucionarias. Nuestros ojos pasan a ser la ventana, la cuarta pared deja de existir y nos encontramos en una habitación con unas reglas diferentes. Una habitación sin paredes.
En el espacio virtual, el medio deja de imponer limitaciones de formato. Por un lado, esto implica la muerte de aquellas simbologías sensoriales que ahora dejan paso a su equivalente auténtico. Por el otro, la brutal libertad del habitáculo infinito sugiere un gusto renovado por la simple «nada» del existir. Un viaje estático es suficiente para excitar la curiosidad. Con el tiempo desearemos nuevos desafíos, pero de partida estamos muy lejos de necesitar un shooter de acción visceral o un simulador de actividades que planteen dudas de funcionamiento al estómago.
La RV nació al mismo tiempo que la capacidad para crear mundos virtuales reminiscentes del nuestro, pero es un error creer que (solo) el discurso actual de los videojuegos corresponde al nuevo medio. No solo se trata únicamente de un cambio de las posibilidades narrativas, sino de la validez de las que tenemos interiorizadas. Al igual que pasó tiempo antes de que los cineastas entendieran que los encuadres clásicos de la fotografía no aprovechaban al máximo el celuloide, los simpatizantes de la RV tendrán que descubrir cómo se cuentan historias desde cero. Por ahora, parece evidente que elementos como cortes o movimientos de cámara (o sea, ojos) nos arrebatan el control y nos dificultan la suspensión de la incredulidad.
En RV, simplemente mirar a formas interesantes y texturas puede ser una experiencia fascinante. Un contenido que simplemente sea un ornamento al reproducirlo en un monitor puede ser el epicentro de la RV.
-Guía de Buenas Prácticas Oculus VR v0.007
El mundo virtual invita a practicar con fuerza lo de «menos es más». Acostumbrados como estamos a empacharnos de estímulo, Oculus Rift y los que le sigan podrían sentar la base de otro ritmo para contar historias centrado en sutilezas que ahora ignoramos. Desde el otro lado del espejo todo tiene su justa importancia. No son imprescindibles grandes gestas, sino algo tan simple como un pequeño objeto, un paisaje o una mirada. Eso sí, para interactuar con estos elementos todavía existen limitaciones de control que necesitarán sus propias dosis de ingenio, pero aún sentados en un sofá con un mando en la mano, el carácter de la experiencia cambia por completo.
A los arquitectos
Todo esto nos deja en una situación tan prometedora como peligrosa. Tenemos un lenguaje entero por descubrir, uno además que no solo emula, sino que supera a nuestra realidad en cuanto a capacidad para crear artefactos salidos de la imaginación. Sin embargo, ya hemos errado una vez de ilusos, y si esta vez no funciona quizá hayamos gastado el último cartucho.
Mucha gente ya es consciente de Oculus Rift como un aparato novel, pero por sí solo sigue siendo un caballo sin jinete. Esta segunda oportunidad no será tal sin contenidos que expriman todo lo que puede ser y todavía no es. Por lo tanto, la responsabilidad cae en los creadores y artistas que ahora tienen en su mano un pincel fantástico para crear mundos nuevos. Es necesario cargar con que, por primera vez, los videojuegos son el rompehielos que abre camino por mares inexplorados. El planteamiento del Oculus Rift lo convierte en la avanzadilla que seguirán medios como el cine, la comunicación online o incluso el erotismo.
Los juegos, en el s. XXI, serán la plataforma primaria para activar el futuro
– Reality is Broken (2010), Jane McGonigal
Esta es la buena. Los videojuegos por delante y los jugadores a los mandos. Podríamos meter la pata fácilmente dedicándonos a seguir hurgando en las pulsiones adolescentes que sobran en algunos rincones de nuestros dominios. Pero esto es un borrón y cuenta nueva. Volvámonos ambiciosos. Seamos creativos. Ahora tenemos un entorno donde el jugador puede sentir la más mínima caricia del artista en un mundo habituado a las bofetadas. Ya no es una carrera de potencia o de recursos, de etiquetas AAA o indie, ahora se trata simplemente de preguntarnos: ¿a dónde queremos ir?