Hace unos días Simon Parkin publicaba en el New Yorker un interesante artículo titulado The Guilt of Video Games Millionaires donde exploraba la dificultades emocionales, sociales y creativas que se derivan del éxito financiero de algunos pequeños desarrolladores. Depresiones, bloqueos artísticos, sentimientos de culpa, primos lejanos que repente quieren estrechar lazos y recordarte aquella vez cuando teníais nueve años y te prestaron los cinco duros que te faltaban para pagar una bolsa de caramelos en la churrería del barrio. La angustia se ha llevado por delante a gente como Dong Nguyen, a quien el acoso y los remordimientos le asaltaron tras publicar Flappy Bird y embolsarse 50.000 dólares diarios. «El juego ha arruinado mi vida sencilla», lamentaba el vietnamita, mientras que Rami Ismail —coautor de Ridiculous Fishing, otro éxito instantáneo en ventas—, decía no poder apartar de su cabeza la imagen de su madre pegándose madrugones espantosos para ir a trabajar y mantener una casa al mismo tiempo. Lo mismo le sucedía al creador de The Stanley Parable, que después de vender 600.000 copias de su juego cayó en una depresión. Parece claro que la era de Steam, la App Store y los superventas indies, desde una perspectiva tradicional, choca frontalmente con la cultura del sacrificio. De algún modo sienten que es deshonesto ganar decenas de miles de dólares en unas pocas horas a cambio de un simple jueguecito.
Y es injusto, desde luego. Quizá en el caso de Nguyen sí fue una de esas imprevisibles loterías de lo viral, pero gente como Ismail o Edmund McMillen —que lleva unos trece años acumulando dioptrias en el desarrollo de sus juegos— saben en el fondo que han hecho cosas que nadie más puede o quiere hacer, y eso tiene un nombre: talento. Las horas invertidas, la mala alimentación, la escasez de vida social o el miedo a estar malgastando su juventud en chifladuras infantiles son solo algunas de las rocas contra las que se erosiona la voluntad del diseñador de videojuegos independiente. Hasta ahora solo existía ese estereotipo con gafas gruesas y flequillo recto que levanta un emporio desde su mugriento garaje en Des Moines, Iowa, y se convierte en millonario, o el de gurú salvaje, impulsivo e indisciplinado que camina descalzo por las oficinas y coquetea con los psicotrópicos. La figura del genio de los ordenadores pertenece a otra época, y ahora la industria ha puesto medios para que el talento se desperdicie lo menos posibles, para que todos los artistas tengan un publico que les escucha.
Hace treinta años solo un golpe de suerte descomunal, un instinto de tiburón para los negocios o una idea revolucionaria podían sacar al nerd miope de su garaje o al hippie descalzo de su cubículo. Hoy en día cualquiera con buenas ideas e ilusión puede hacerse un hueco en el sector, ir reinvirtiendo beneficios y generar una dinámica creativa donde haya espacio incluso para el fracaso o la mediocridad sin que todo se venga abajo. Los gamedevs deben entender que el contexto ha cambiado y que no es momento de cuestionarse su moral, sino de celebrarlo y guiar a otros para que persigan un sueño más factible que nunca. Al menos de momento. Hay quien ya compara la eclosión indie actual —Valve ya ha abierto las puertas de par en par y planea eliminar Greenlight de Steam— con la saturación del mercado que provocó la crisis de la industria en 1983. Puede que los malos augurios se confirmen algún día, puede que estemos ante una burbuja; o puede que no, que la industria haya aprendido a autorregularse. Puede que estemos ante la mejor de las burbujas: la burbuja que nunca estalla.
Buen texto Pinjed ^^