Cervecismo Ilustrado – Columnas Anteriores

23 de abril

Si hay algo que me gusta casi tanto como jugar a videojuegos es leerlos. No me refiero a leer las líneas de diálogo o el manual, sino intentar leer más allá, tratar de vislumbrar el texto que subyace al diseño de niveles, a la construcción de una historia y sus personajes, pero especialmente a su concepto mismo, el juego en estado embrionario, cuando no era más que una idea garabateada (o no) en cualquier soporte físico o digital, o simplemente en la mente del creativo. Posteriormente y en el caso de las grandes producciones de, pongamos, aventuras (“aventuras” como protogénero) ese concepto inicial se va nutriendo de un guion bien subrayado y perfilado por sus cuatro costados que dé soporte a una historia concreta y acompañe así al propio fenómeno de jugar, a las mecánicas. Las reglas del juego se van implementando acompañadas de instrucciones, explicaciones para entender estas mecánicas, y prótesis y ayudas de todo tipo para ejecutarlas. Hay que proporcionar todo un paquete de apoyos extra al jugador para que no se frustre, hay que explicarle en todo momento dónde está para que no se desoriente, para minimizar en la medida de lo posible las inconveniencias de un proceso de aprendizaje; hay que procurar que el jugador lo entienda todo lo más rápidamente posible.

Me gusta leer más allá de todo ese embalaje, y sí, también me gusta el embalaje y hasta el film alveolar, la perfecta muestra de ello es la cantidad de horas que dediqué a leer todo el códice en Mass Effect o los libros en Oblivion. Pero, ¿qué ocurre entonces si ejercitamos esa lectura deconstructiva? ¿Qué ocurre si despejamos el envoltorio, si desnudamos al videojuego hasta su mínima expresión de significado, si pudiéramos revertirlo a ese estado embrionario? Obtendríamos algo así como el juego intuitivo, el juego incomprensible, el juego al que hay que aprender a jugar y que permanece en un estado temático primario presto a interpretación y desarrollo. Y ocurre que esta descripción se acerca mucho a lo que ofrece la saga Souls de From Software. El juego árido, el juego desnudo, el mito original, el enigma dentro del enigma tras una puerta de niebla blanca, el relato vetusto apenas esbozado en ese libro dentro de Oblivion. Los Souls parecen retroceder hasta ese estadio embrionario de juego en el que es preciso aprender a jugar a partir de unas reglas totalmente nuevas y extrañas, y hacerlo además en un marco temático que asemeja al poso mítico y melancólico que subyace a las historias de fantasía profusamente escritas.

El verdadero sello de identidad, lo más genuino de la serie de juegos de From Software no es el grado de dificultad (está claro que no son un juegos sencillos, pero más que difíciles, más que situarlos en los extremos más elevados de una escala plana que represente, digamos de cero a cien, una dificultad unitaria extensible al grueso de los videojuegos del mercado, deberíamos ubicarlos fuera de dicha escala porque los Souls sencillamente se juegan de otra manera). No. La verdadera marca personal de la saga es su sentido del misterio, el cómo maneja el concepto de enigma. En ella jugamos con (y entre) fuerzas ancestrales cuya naturaleza no se nos explica porque no nos corresponde a nosotros entenderla, si acaso interpretarla más o menos libremente e interiorizar ese velo de misterio primigenio asumiendo la propia insignificancia, como si la nuestra fuera una intervención parcial en una teogonía del género fantástico que escapa a nuestro entendimiento. Las líneas del espacio tiempo son difusas en sus mundos, a veces se solapan y confluyen, otras veces divergen y recorren incluso caminos dentro de un cuadro pintado o los recuerdos de un gigante de piedra; un mundo que se articula en torno al poder y al sufrimiento, al horror y a la belleza, mediante un baile agónico en el que tales fuerzas no siempre son antagónicas.

Demon’s Souls y las dos entregas de Dark Souls nos han enseñado que la obviedad no es tan importante, que lo literal y lo evidente es poco sugestivo, y que, a veces, despejar el envoltorio es una idea mucho mejor que despejar la niebla blanca de un sendero.

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