Construidos a través de la palabra

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Hacerse adulto es el proceso por el que uno sucumbe al peso de su propio equipaje, por el que se rinde, en fin, ante el hecho de no ser más que una acumulación de pasados. Las maletas se han ido cargando, lenta pero incansablemente, de cachivaches vitales diversos cuya suma es eso que ves frente al espejo y en lo que muchos días te cuesta reconocerte. En el momento de la asfixia, cuando comprendes lo que ha ocurrido y tratas inútilmente de zafarte de la carga, lo único que te queda es una vaga sensación de sorpresa, un picor imposible de rascar en la parte de atrás de la cabeza.

Precisamente en este tratar de zafarse conocemos a Henry, el protagonista de Firewatch, el primer trabajo de Campo Santo, un pequeño estudio indie afincado en San Francisco formado por desarrolladores y artistas que han participado previamente en títulos como The Walking Dead (Telltale Games, 2012) o Mark of the Ninja (Klei, 2012). A Julia, su esposa, le han diagnosticado un caso precoz de alzhéimer que empeora a cámara rápida durante el preámbulo del juego sin que él pueda —o quizá desee— hacer mucho por evitarlo. Con poco más de 40 años y el tren de su vida descarrilando sin remedio, Henry ve en el periódico un anuncio para un puesto de guardia forestal en mitad de los bosques de Wyoming durante el verano de 1989. Nada como el aire limpio para tratar de luchar contra la asfixia. Allí conoce a Delilah, una mujer sarcástica, descarada y parlanchina con la que compartirá los 90 días en los que se desarrolla la historia.

El juego está concebido como una pieza breve, en la tradición del relato del medio oeste norteamericano. Quien busque descargas de adrenalina e improbables giros de guion no los encontrará aquí. Firewatch es una exploración de personas y de espacios naturales, una suerte de traslación al juego del espíritu que animó las obras de autores como Edward Abbey y Henry David Thoreau. Una obra con más descripciones que acciones, de adjetivos más que de verbos. Lo normal será que una partida durante entre cuatro y ocho horas, dependiendo de la prisa del jugador —una recomendación: no tener ninguna—.

Firewatch no es sólo un juego sobre las implicaciones de ser adulto. También es una esperanzada bengala, un círculo en la arena. Un «estamos aquí» de una parte de la industria que trata de trabajar al margen de la corriente principal y dejar un poco de lado la hormonal adolescencia de las ensaladas de disparos y las clónicas fantasías de poder ilimitado con que nos castigan las franquicias anuales de las grandes distribuidoras. Una obra que es en sí misma aquello de lo que habla: la apertura de un camino que estuvo siempre abierto, una línea errática que une momentos disgregados y corrientes de un pasado aparente, que se comprimen y brotan en un instante como el inesperado presente del que uno quizá trataba de huir. El entonces se vuelve ahora frente a los propios ojos. Como escribe San Agustín en sus Confesiones, no hay más tiempo que el presente continuo.

El peso del tiempo viaja con el jugador desde que asume el control de Henry y abandona el hogar y pone dirección a Wyoming. Al hacerlo tiene frente a sí una pesada maleta repleta de enseres y de pasado. El jugador debe agarrarla como elemento imprescindible para hacer avanzar la historia, cargar con ella a la espalda como un órgano más de su cuerpo, un apéndice dedicado a la memoria.

En el reconocimiento de esta carga y la posición que Henry toma frente a ella se enmarca la mayor parte de la interactividad que Firewatch ofrece al jugador. Aquí la tentación —encarnada por Delilah— vive arriba, como Marilyn Monroe en la película de Billy Wilder. Debes decidir si dejar que el peso de Julia lleve la incipiente relación entre ambos o si esta mujer divertida, deslumbrantemente escrita, que flirtea ocasionalmente contigo y de la que sólo tienes su voz te hace desear romper y comenzar algo distinto, imaginar otra vida posible. El tiempo del juego es la exploración de este impasse vital y emocional en la vida de Henry.

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Al proceso de descubrimiento y exploración del espacio, elemento fundamental en el género de la aventura gráfica, se le ha borrado en Firewatch casi todo lo que huele demasiado a juego. Se ha desdibujado la intencionalidad aventurera del protagonista, el elemento inquisitivo, la búsqueda del eureka en una improbable rama de diálogo. Henry no es un actor con iniciativa. Se pasa la mayor parte de la historia reaccionando a aquello que le ocurre sin que, en general, parezca importar demasiado que lo haga en un sentido o en otro.

Lo que dice —o se calla—, sin embargo, sí que es importante. El tono casual y ligero del diálogo consigue enmascarar un complejo sistema de creación y evolución de personajes que funciona tan bien que es necesario jugar Firewatch varias veces para empezar a ver sus costuras. El ágil toma y daca entre Henry y Delilah, con sus contrapuntos de flirteo y de silencio, hace que las personalidades de ambos emerjan y cambien ante la voluntad, firme pero a veces casi imperceptible, del jugador. Henry puede ser un tipo afable, ilusionado a pesar del dolor, o puede estar consumido por la culpa y el miedo, enterrado en su propio silencio, con los ojos abiertos y desorientado como un conejo en mitad de una carretera. Delilah, por su parte, puede pasar de parecer una auténtica fuerza de la naturaleza a una mujer triste, histriónica y sola, que habla demasiado para no tener que oírse, en un par de silencios.

Este proceso de construcción se desarrolla de manera transparente a lo largo del desarrollo de la historia, de la primera conversación que mantienen entre ambos, en la que ya es posible elegir el silencio, hasta las escenas finales, cuya carga emocional puede ser absolutamente diferente dependiendo de qué Henry hayamos elegido ser.

Y es aquí, conforme se acerca la resolución del juego, donde Campo Santo rompe convenciones y demuestra su valentía. Muchos jugadores han querido destacar de manera negativa el carácter anticlimático del final de Firewatch, y resulta comprensible cuando la costumbre es ofrecerles una variedad infinita de maneras de ganar y de que todo acabe de la mejor manera posible para el ellos. Pero la vida no se parece a eso, por supuesto. Firewatch obligar al jugador a abrazar el dolor y la impotencia de ser adulto, a plantarse con los brazos en jarras frente al sendero que creía haber abierto y a entender y aceptar que en realidad ese camino nunca estuvo allí. Que toda la libertad que siendo niños anhelábamos para cuando fuéramos mayores no es más que un espejismo. Una cárcel que nos hemos hecho a nuestra medida, con nuestro propio pasado y las decisiones que tomamos. Y que lo único que se puede hacer es echarse la mochila al hombro y mirar adelante. ¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.

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Juanjo Cerero

Juanjo Cerero (Sevilla, 1987) es licenciado en Comunicación Audiovisual y programador. Ha publicado los libros Oro (Sevilla, 2007) y Una confusión y otros relatos (Sevilla, 2012). Colabora con diferentes publicaciones sobre cultura popular, cine y música. Publica música bajo el seudónimo bkwsk.

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