Diversidad

Desde mis postulados teóricos siempre he definido la realidad social como la articulación de elementos heterogéneos (lo que incluye actores humanos y no-humanos). En mi convencimiento está como sociólogo, pero también como ciudadano (es decir, como sujeto político), que lo real es por definición diverso, una conjunción entre elementos diferentes. Sin embargo existen invariablemente tendencias homogeneizantes, totalizantes e higienizantes que buscan controlar, purgar y anular lo diferente, lo ambiguo y ambivalente. Es una predisposición a eliminar la diversidad que tan bien reflejó Bauman (1) en su análisis del Estado jardinero de la modernidad, el que intentó cumplir la fantasía ilustrada de controlar cualquier incertidumbre y ambivalencia, y que encontró su máxima expresión en los regímenes totalitarios del siglo XX (2005: 54-55). Es una situación puesta en solfa y atenuada por la crítica postmoderna, pero la pulsión por mantener lo impuro a raya sigue estando ahí.

Los videojuegos, en este sentido, no son una excepción. Las acusaciones de que no reflejan la diversidad de la realidad social en términos, por ejemplo, de género, sexualidad, color de la piel, estrato social, o problemáticas sociales, no son nuevas. Y cuando se incluye a estos/as otros/as, se hace desde un prisma determinado, que es el que los tamiza desde su mirada hegemónica (hombre blanco occidental y heterosexual, si es que a alguien le quedaban dudas). Además, el videojuego, por mucho que esté abriendo y expandiendo sus fronteras como medio, está inserto en un modelo de producción que tiende a penalizar lo experimental, lo que se sale de la norma. Con frecuencia, la incorporación de elementos que tradicionalmente no se veían reflejados en los videojuegos, suele encontrar fuertes resistencias en amplios sectores de la población que forma parte de esta cultura.

¿Y por qué ocurre esto? Quizás si echamos un vistazo a qué ocurre en la industria, en el ámbito de producción de los videojuegos, obtengamos al menos una respuesta parcial. Es un espacio, como muchos otros dentro de las industrias con un marcado carácter tecnológico, pero también propio de las industrias culturales y creativas, donde se ponen cortapisas a mujeres y otras/os inapropiadas/os (Haraway (2), 2004). No son espacios donde prime la diversidad y eso deja su impronta en las obras producidas.

Me decía Iain Simons, director del The National Videogame Arcade en Nottingham, que uno de sus objetivos principales consistía en que gente más diversa entrara en el mundo del diseño y producción de videojuegos. Mencionaba específicamente a mujeres y otros colectivos tradicionalmente minorizados por el sector. Para él todo estaba muy claro: si siempre está el mismo tipo de gente haciendo el mismo tipo de cosas no tendremos variedad de resultados y las representaciones hegemónicas seguirán reproduciéndose; en cambio, si introducimos agentes diversos en el campo de la creación de videojuegos, estaremos introduciendo una mayor diversidad de visiones, ideas, y experiencias vitales y profesionales que marcarán una producción más rica, con obras diferentes y más diversas.

Pues eso, que viva la diversidad, también en videojuegos.

1 Bauman, Zygmunt (2005). Modernidad y ambivalencia. Barcelona: Anthropos.

2 Haraway, Donna (2004). “The Promises of Monsters: A Regenerative Politics for Inappropriate/d Others”, en Haraway, D. The Haraway Reader. New York: Routledge, pp. 63-124.

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