El elefante en la sala

[Este texto viene originado por la polémica generada en torno al proyecto «True Gamer Girls«, fundado por Isi Cano]

Aviso a los incautos: esto de aabajo es un TL;DR de manual y además un texto muy, muy personal, una cháchara interna que tengo. Lo que soltaría si alguien me preguntara sobre el tema en un bar. Tampoco he tenido mucho tiempo para revisarlo, así que pido disculpas por adelantado por cualquier patinazo que haya podido meter.

Antes de nada, quisiera aclarar unos puntos. Lo primero: que un problema no incida directamente sobre tu persona, o que no comprendas en qué medida afecta a otros, no es razón para reducir tus argumentos en contra de la lucha de los afectados a que lo que hacen es innecesario. Me parece egoísta, pueril, de mostrar poco respeto hacia los demás. De llegar a la playa y saltar sobre el castillo de arena de otro niño, desbaratarlo porque sí. Para pasar por encima y que todos te miren.

Por otro lado, si esto es tan innecesario, según el criterio de algunas personas, y si estamos esforzándonos en vano, ¿no son por ende aún más innecesarias sus recurrentes réplicas?

Deslegitimar una causa tan por desgracia extendida y aseverada, calificarla de “moda absurda” porque no la compartas, o porque a ti no te haya pasado, está feo. Es de una carencia de empatía demencial. Está bien que una cosa te guste más, menos o nada. Lo que no está tan bien es insistir en que esa causa deba extinguirse porque a ti no te venga bien ese momento. Ni subirse a un trono, agarrar el cetro de pontificar y dictar a los demás cómo han de reaccionar frente a una problemática tan importante y tan personal como es la discriminación de géneros. Porque hay cientos, miles de testimonios de mujeres alrededor del mundo que en algún momento han sentido que no han sido tratadas como iguales. Y el sol no se pone en tu trasero.

Por lo demás, en la revista no está escrito el nombre de nadie más que el de las chicas que la firman. No queremos que ninguna mujer ajena a esto se vea representada en contra de su voluntad, ni tampoco ofendida. Ni muchísimo menos que sienta «tal vergüenza ajena» que se vea obligada a cambiarse de sexo, como también nos han espetado por ahí.

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A mí me pasaba algo parecido. No hace mucho, de hecho. ¿Recordáis cuando vio la luz el PDF de aquel estudio del Instituto de la mujer sobre machismo en los videojuegos? El de la sonada cultura macho y tal (que, por cierto, eliminaron de los servidores de la web de la Universidad de León). Pues me reí como la que más. Pero no hablo ya de los razonamientos y conclusiones a las que sus autores –irónicamente personas que se dedicaban, o dedican, a la enseñanza en universidades- llegaban; esos siguen pareciéndome disparatados, vergonzantes, al borde de la frenopatía. De los videojuegos, por cierto, ni les hacía gracia que la mujer interpretara el manido rol de damisela en apuros (por poner un ejemplo), ni tampoco ver a mujeres fuertes, independientes y aventureras. Creo que no les gustaban los videojuegos, así en general, y pusieron como excusa el tema del sexismo para lanzar toda esa verborrea. Y visto lo visto tampoco creo que les gustasen mucho las mujeres.

Pero bueno: aparquemos ese tema. Antes de irme por las ramas me refería al concepto, a la idea. Eso fue lo que infravaloré. «Menuda iniciativa majara», pensé. «Machismo y videojuegos, qué pereza». Era aún una mocosa y no veía más allá del monigote pegando saltos por la pantallita. Lo correcto habría sido haberme detenido a examinar que, ciertamente –y aunque en dicho documento se mearan constantemente fuera del tiesto-, en los videojuegos queda impresa la huella del androcentrismo sobre el que se han cimentado todas nuestras estructuras sociales, como la manifestación fenotípica de un gen acoplado de forma ineludible a nuestro código, si pensamos en la sociedad como un gran organismo independiente. Todo ello a través de un conjunto de clichés (tropes) que perpetúan una serie de estereotipos injustos y deshonestos, que dan a la audiencia una imagen poco real de nosotras. Somos, por ejemplo, las manic pixie dream girl de Nathan Rabin, muleta en la que se agarra el héroe, auténtico motor de la acción, cuando flaquea. Cuando en la vida real somos diseñadoras, estudiantes, enfermeras, periodistas, comunicadoras, cuidadoras, médicos, escritoras o cocineras. Personas que hacen por sí mismas, no que ayudan a hacer. Queremos ser representadas así, queremos sentirnos valoradas por nuestras victorias personales y por nuestros méritos académicos y profesionales –entre otros-, en una industria de la que somos importantes consumidoras.

Por suerte hay muchas excepciones. Aunque queremos que esto sea más la norma, y menos una singularidad. Las que me pillan más a mano en estos momento son, precisamente, de títulos AAA. Y digo precisamente porque parece lógico pensar que en una producción multimillonaria va a ser más palpable este inmovilismo en cuanto a la (perjudicial) diferenciación de género a la hora de definir roles. Son demasiados dineros como para ponerse revolucionario, ¿no?

En la saga Uncharted, para empezar, pese a que el aflujo de personajes varones (especialmente si hablamos de enemigos) en pantalla es ridículamente superior al de mujeres, encontramos dos personajes femeninos que están, a mi parecer, bastante bien escritos. Elena y Chloe, no cabe duda. Ambas son importantes elementos sustentadores de la trama. Ambas son mujeres hechas y derechas, inteligentes, atléticas, independientes profesional y emocionalmente. Autosuficientes, vaya. No quisiera ahondar mucho en este tema para evitar destripar algún dato importante a los que no hayan jugado, pero creo que se capta la idea pese a estar tocándola muy superficialmente. Ellas no necesitan del refuerzo emocional constante por parte de una figura masculina. Y no son pocas las veces en las que le salvan el culo a Nathan Drake; es decir, el verse en apuros en Uncharted es algo que, como en la vida real, ocurre a todos independientemente de lo que tengan bajo los pantalones. De hecho Drake es un personaje que, salta a la vista sin necesidad siquiera de conocer la saga, bebe mucho de Harrison Ford –al igual que Nathan Fillion, con el que se le compara repetidamente, pero ese es otro tema-, y cojea de la misma pata que su maestro: es hábil y físicamente fuerte, pero a la vez es humano, con lo que tiene sus muchos momentos (normalmente cómicos) de torpeza. Un recurso bastante efectivo a la hora de rebajar tensión, así como de hacer más fácil la identificación del jugador con el personaje (a Nate lo queremos mayormente por ser imperfecto), y repartir las dosis de heroicidad entre los protagonistas de manera más equilibrada. No es el típico héroe que sale repeinadete de la acción, sino que lo pasa verdaderamente mal y le dan no pocos palos. Y además su torpeza se extiende también a otros aspectos, tales como las relaciones con el sexo opuesto, que le resulta complicado, abstruso, lo que se traduce en una falta de tacto fatal que deriva muchas veces en dolores de cabeza y calabazas para nuestro hombretón. Y si lo me lo permitís voy a cubrirme un poco aquí las espaldas, porque a pesar de lo dicho no he realizado ningún tipo de análisis exhaustivo de posibles rasgos sexistas en Uncharted, que imagino que no se salvará del todo. Simplemente quería comentar que, como mujer, fue un incentivo encontrarme con estos dos personajes tan fuertes y capaces, y con un papel tan notorio en la trama.

Otro ejemplo lo situaría, nuevamente, en un título de Naughty Dog (no, no me tienen comprada ni nada parecido, es simplemente que los tengo frescos y que me vienen bien como superproducción que se sale un poco de la línea en estos términos): The Last of Us. En TLOU el protagonista es, casualmente (nótese la ironía), otro hombre. Pero no un “héroe”, o al menos no un héroe al uso: es un tipo débil, avinagrado, atormentado por sus recuerdos, con grandes fisuras emocionales, que prácticamente lo transforman en un inadaptado social. Una persona con serias dificultades a la hora de establecer vínculos con otros. Un ser lleno de grises, como nosotros mismos. Pero vamos de nuevo a obviar detalles; diremos simplemente que en contraste con el supuesto héroe de la historia – que, ya hemos aclarado, es una persona que no cumple muchas veces con los ideales de fortaleza y entereza que corresponderían tradicionalmente a su rol-, existen unas cuantas intrépidas mujeres que no dudarán en “robar” a nuestro Joel su protagonismo. Y bravo por ellas. Comenzando por Ellie, paradigma en el juego de la superación personal, de la maduración y del sobreponerse a las situaciones más funestas siendo apenas una niña en un mundo de adultos (subrayemos lo de niña: una mujer joven, que típicamente habría sido dibujada como un ser vulnerable e inofensivo, incapaz de empuñar un arma) que saca de graves aprietos a su compañero. Y es que, después de todo, TLOU ilustra el viaje emocional de sus dos personajes principales. También es justo y necesario mencionar a Tess y a Marlene, curtidas supervivientes y mujeres que no tienen ningún tipo de complejos ni de inseguridades a la hora de ejercer el liderazgo.

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Antes decía que, muy lejos de abrir los ojos y reconocer esta problemática, me dediqué a ignorarla, a seguir a mi bola: a mí no me molestaba. Luego apareció Anita, y mis prejuicios y el barullo que había en torno a la (poca) transparencia del uso de su presupuesto me impidieron ir más allá y analizar este dilema. En el fondo, muy dentro de mí, sabía que lo que decía era verdad –obviando todo lo demás, la hipotética estafa, el si ha tejido a veces un discurso algo sesgado para que éste fluya todo el rato en su dirección deseada, etc.-, pero era mucho más fácil engañarme a mí misma y defender a los cuatro vientos que las cosas son así porque siempre han sido así. Y ahora te lo agradezco, Anita. Porque aunque no compartamos muchas cosas, esos vídeos y ese ajetreo de la comunidad a propósito del tema sembraron en mí el germen de la duda y, tras bajarme del burro, el de la disconformidad.

También pensaba que todo esto de hacerse eco de la crítica a la imagen exagerada que tienen algunas personas de las mujeres que juegan a videojuegos era, tristemente, alimentar esa opinión, armar al enemigo. Porque si te quejas, si haces más grande esa brecha que nos separa a hombres y mujeres que jugamos habitualmente, consigues un efecto de rebote muy indeseado: los “bandos” se radicalizan, respectivamente, y el diálogo se va al carajo, se nos hace prácticamente imposible de alcanzar. Me gusta llevarme bien con todo el mundo y huyo con urgencia de la discordia; pero a buenas horas, a mis 20 años, he aprendido que no siempre es suficiente.

«Sexism in games remains an unsolved problem, it’s clear. Some of you will be nodding along, and some of you will hear the s-word and roll your eyes and go, «oh, this again?» You guys can piss off-–go click on some new screenshots or a trailer consisting of a release date slowly fading into view. You’re hopeless» –Así comenzaba un artículo de Leigh Alexander en 2011.

Tuve que reconocerlo por las malas. Al igual que tantísimas otras chicas que comparten afición en un colectivo que ha sido tradicionalmente masculino (en su mayoría), y del que a día de hoy, en un rotundo giro de guion, suponemos casi la mitad –hecho que, por alguna oscura razón, incomoda a ciertas facciones cuyo único ánimo es el de discriminar a los que no ondean su misma bandera (el pene, digo)- se me han presentado situaciones bastante pintorescas. Gente que supone que, si te mueves en unos círculos predominantemente masculinos, es porque vas buscando mambo. Qué otra cosa iba a ser. No podían simplemente gustarte los videojuegos. Parece surrealista, porque yo no soy absolutamente nadie en el mundillo, pero así es de loca la vida, y la mierda nos acaba salpicando a casi todas.

this is a computerHe pasado malos ratos en los que tenía ganas de cambiar de círculos, de abandonar esta comunidad que muchas veces nos ofrece un panorama, así a primera vista, bastante desalentador; un rompecabezas del que eres incapaz de encontrar la solución. Porque si te esfuerzas y ganas una partida no has sido tú, ha sido tu novio; porque si pierdes es porque eres una tía y deberías soltar el mando y “volver” a la cocina a meter rodajas de salchichón entre dos panes. Pero lo peor: si te expresas eres una attention whore, esa denominación que pretende censurar cada cosa que hagas por el mero hecho de ser mujer. (Y, de verdad, es increíble la de trambolikos mensajes que te llegan a la bandeja de entrada sólo porque sí, aunque esto tiene más de cómico que otra cosa.)

«The troll schtick is getting old. You don’t seem correct; you don’t seem cool. You just seem immature and insecure.» –Leigh Alexander, nuevamente.

No os imagináis la cantidad absurda de historias como estas que hay. ¿Que no habéis oído ninguna? Pues me parece normal, porque solemos callarnos por vergüenza, por un extraño sentimiento de culpa y por miedo al ridículo. Porque realmente te sientes ridícula, torpe, impotente, débil. Esto no es exclusivo de este sector, lo sabemos todos: hemos nacido y crecido bajo la sombra de esta gigantesca –en cuanto que se extiende hasta todos los aspectos de nuestra vida- bóveda social y cultural en la que desde niñas observábamos, sin entender muy bien por qué, que nuestros padres no nos dejaban salir por ciertas zonas ni hasta ciertas horas, cuando a nuestro hermano varón sí; o cuando nos decían «no salgas sin compañía», o el clásico «no te pongas esa falda tan corta, nena, que parece que vas buscando».

¿Por qué la sociedad transforma nuestro cuerpo, nuestra principal seña de identidad y de expresión, en una cárcel, o en un estigma, en algo que más que permitirnos interactuar con el resto nos va a hacer vulnerables? ¿Por qué tenemos que caminar agazapadas, como un animalillo asustadizo en la sábana que instintivamente sabe que le va a dar caza otro mayor? Deberíamos cambiar eso. Si algún día soy madre me gustaría no tener que convencer a mi hija de que sus rasgos sexuales y su condición de hembra humana le van a causar muchos quebraderos de cabeza. Y ojalá no tenga que corregirle a mi hijo ninguna conducta sexista, ningún comentario –por tonto que sea- que deje a mi género en mal lugar. Porque sería un completo fracaso para mi persona. Lo que “ha pasado siempre” no siempre está bien. La tradición y la costumbre, y la pasividad ante las mismas, son en muchísimas ocasiones un lastre.

Desafortunadamente, nadie salvo nosotras mismas va a luchar para que esto acabe. Por eso la solución a nuestros problemas no es quedarnos sentadas otros tantos siglos más, esperando a que la peña se sensibilice sola. Es importante hacer saber a los demás que hay cosas que no nos gustan. Es necesario que haya un feedback social, una campanita (ni siquiera hace falta que sea un arma de electrochoque, ni la puesta en práctica de eso a lo que algunos llaman “feminazimo”) que suena cuando se pasan de la raya y no queremos que vaya a más. No es necesario victimizarse. No hay nada de malo en hablar las cosas de forma educada y ordenada. Y, sobre todo, la palabra es equidad de género, y no igualdad (esta última vendrá después y por sí misma, si todo va bien, y es nuestro objetivo último). Hay que ser consecuente con la realidad de cada uno, y la realidad en este caso es que estamos en clara desventaja aún, desgraciadamente, en muchísimos aspectos. Hemos de paliar los estragos que una herencia cultural fundamentada en el patriarcado ha generado en la sociedad de nuestros días. Pulir lo que está mal y seguir con el progresa adecuadamente en lo que ya hemos conseguido y está bien.

A Zoe Quinn, por citar un ejemplo que todos conocemos sobradamente, se la acusó de acostarse, mientras se encontraba en una relación, con chavales de distintos medios de renombre de la industria, presuntamente para conseguir críticas favorables a su Depression Quest. Y fue acosada, perseguida por cientos de personas anónimas, completamente ajenas a los hechos, que metían las narices en el tema sin tener ningún tipo de autoridad moral. Este asunto se desmintió. Pero el daño estaba hecho, porque una vez más quedó en evidencia que el cuerpo femenino no pertenece, según la tendencia popular, a la mujer que lo viste; sino que es considerado un bien público. Como el columpio del parque de debajo de tu casa, en el que te puedes “montar” tú, el abuelo, el vecino, el hijo del vecino y la madre que los trajo a todos. Y que los insultos más terribles que una mujer pueda recibir sean los genéricos puta, zorra o guarra (con perdón de las expresiones) es también un síntoma de lo enfermo que está nuestro mundo.

El concepto de violencia sexual no se limita simplemente a un asalto físico, abarca muchísimos más espectros que algunas veces nos son desconocidos. Las amenazas de violación a las que son sometidas muchas mujeres que se han expuesto a la vida pública en el mundo del videojuego (desarrolladoras y periodistas, entre otras) también lo son, por supuesto. Los juicios a los que se ha enfrentado Zoe, a propósito de su vida íntima, son bajo mi punto de vista una forma de acoso sexual tan punible y vituperable como cualquier otra. Considerar que tienes la potestad suficiente para señalar con el dedo a una mujer por acostarse con quien le dé la gana, es pillarte los dedos de lleno. Como decía mi buen Alberto Mut en Indie-o-rama esta chica es humana y pudo haberse equivocado (o no) en algunas cosas, pero eso no es asunto nuestro, y alimentar la crítica que orbita en torno al tema me parece morboso y pernicioso. En general, y personalmente –puesto que en la mayoría de definiciones no se entiende así-, considero violencia sexual a todo intento de dañar la dignidad e integridad sexual de una mujer (también la de un hombre, aunque no en este caso); de tratar de desmoralizarla por hacer con su cuerpo lo que le apetezca, de utilizar todo eso como arma arrojadiza contra su persona.

Esta violencia sexual, desde un enfoque más holístico, la podemos encontrar en unas tontas boards de 4chan, pero también en otras formas más crudas. En la Guerra Civil de Guatemala (1960-1996), otro caso concreto (aunque, por desgracia, lo habitual en este tipo de conflictos) del que resulta sencillo extraer ejemplos de esta objetificación del cuerpo de la mujer, se extendió la práctica atroz, por parte de los soldados, de la violación a mujeres indígenas. La violencia sexual, decíamos: síndrome de que algo va verdaderamente mal, de que aún somos vistas, inherentemente, como objetos a poseer. De que no somos dueñas de nosotras mismas. De que la expropiación de los derechos sexuales y reproductivos de una mujer está legitimizada:

«Se conquista a la mujer como al territorio. […] manera, también, de someter a un pueblo entero a través del cuerpo de sus mujeres; de forma que se destruía el tejido social, comunitario y cultural de los pueblos indígenas.» -Isabel Álvarez Fernández, activista feminista. Podríamos aplicar esta cita a tantas facetas de nuestra vida que asusta.

bytes_1Sé que la gran mayoría de compañeros del sexo opuesto que intentan zambullirse en este tipo de conversaciones hacen un esfuerzo no pequeño para empatizar y comprender por qué nos causan estas cosas tantos dolores de cabeza. Algunos no cuestionan nuestra palabra, destierran el horripilante orgullo de macho cabrío del que otros presumen y nos respetan. Porque cada mujer, absolutamente cada mujer del planeta es una autoridad en el sobadísimo tema (resulta lógico, ¿no?). A otros les cuesta más. No entienden. «Si no hace falta tanto barullo, estas cosas se solucionan solas». Y yo que los comprendo, porque tiene que ser difícil tocar un tema tan sumamente delicado sin ni siquiera haberlo sufrido, siendo completamente ajeno a ello (con excepciones, por supuesto). Y, bueno, también están los que simplemente no se molestan en conocer el problema e intentar colaborar. Los graciosos, esos sociópatas que se hacen llamar trolls en un triste thread de foro de jueguicos de vídeo mientras su pretendidamente maliciosa risa de cerdito resuena al otro lado del monitor. Esos son los que nos mandan sistemáticamente “a fregar” –imperativo que me hace mucha gracia porque doy por sentado que en su casa no se friega, claro, o que todos podrán permitirse una chacha que lo haga-. Sin olvidar a los que presuponen que nacemos por defecto con algún tipo de carencia emocional que nos lleva a perseguir muy fuerte el que nos hagan caso muchos desconocidos de los Internetes, y nos piropean con el ya mencionado attention whore.

Como dice Eva Cid, un requisito esencial para que esta hiperbólica imagen que se tiene de la mujer aficionada a los videojuegos se normalice, es que los desarrolladores se mentalicen del poder y de la responsabilidad que tienen en sus manos. Muchos, de hecho, ya han tomado ese testigo.

«Si dicho medio (el videojuego) reproduce contenido sexista está transmitiendo ese tipo de mensaje al receptor. Perpetuar estos esquemas, dentro o fuera del juego, retroalimenta ese clima de club de varones selectos en el que muchos creen encontrarse.»

 

En «True Gamer Girls» nos reímos del estereotipo de chica-que-hace-como-que-juega-a-videojuegos (para algunos la única opción posible), pero sobre todo de nosotras mismas y de nuestras excentricidades y mierdas a la hora de jugar. Somos de este planeta –menos Isi y yo, que somos murcianas-. Tampoco queremos usar esto como excusa para enseñar pellejo, por si no había quedado suficientemente claro en las fotos. Y dios nos libre de, tal y como nos han acusado por ahí, utilizar esto para buscar novio (no sabéis lo mucho que me ha costado escribir esto sin reírme). Somos chicas normales, y así nos mostramos en las fotos: despeinadas, ojerosas, sin ningún tipo de potingue ni mierda rara en la cara, con nuestra ropa ancha de estar por casa, pijama, etc. Hacer esto no significa un «Eh, mira, soy una chica jugando. Qué única y especialita soy». Es un «Mira, igual nos distinguimos en la forma de mear, pero aquí estoy, jugando como lo harías tú en el sofá de tu casa. Y esta es la realidad de montones de chicas».

No queremos recibir un trato especial (ni en el buen sentido ni en el malo). Sí, esto del TGG es un intento de llamar la atención, pero no como muchos y muchas lo han percibido: sólo tratamos de expresar, de un modo además satírico y desenfadado –cero malos rollos-, que estamos cansadas de que se nos trate en la práctica de forma desigual. ¿Y por qué denunciar esto con una parodia y no, como nos han dicho por ahí, con “textos sesudos”? ¡Fácil! Porque el humor nos parece la mejor manera de llegar a mucha gente. Y porque queríamos dar la cara, enseñaros cómo somos realmente: chavalas de a pie. Y que, quizá –ojalá-, alguien se sintiera identificado o identificada con nosotras.

Lo cierto es que ya no nos consideramos un recipiente, el tubo de ensayo de fecundaciones diversas. Ahora creemos en nuestra condición de personas. Y esta convicción ha de extenderse a cualquiera de los colectivos sociales y culturales a los que nos incorporemos. No vamos a salvar ninguna vida con esto, y posiblemente nuestros esfuerzos caigan, en cierta medida, en saco roto. Pero tampoco vamos a sentarnos de brazos cruzados, porque eso no va con nuestro carácter.

Nota final: Al principio decía que hace relativamente poco que conseguí sensibilizarme con el tema. Pues, por irónico que parezca, lo hice tomando ejemplo de muchos amigos y conocidos (en masculino, sí). Podría dar nombres, pero ellos ya sabrán quiénes son. No todo es negatividad, al revés: en mi entorno allegado, por suerte, en un 99,99% de las veces he estado rodeada de buenas personas, que en ningún momento me han señalado con el dedo por motivos de género. Es algo maravilloso poder decir esto, y uno de los motivos de peso por los que sé que merece la pena seguir luchando. Por eso y por mis amigas y compañeras. No sólo de TGG, claro, pero especialmente por ellas y por su santo par de ovarios.

Fu Olmos

Fan loca de Demon’s y Dark Souls (I & II) y, como tal, fiel adepta de FromSoftware. También me gustan los perretes hasta el punto de tener que incluirlos en una auto descripción medio formal de un magacín. Mi sueño es ser matasanos, y soy una galletófaga de cuidado.

  1. Guillermo G.M. (Mith)

    Bravo, Fu.

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  2. Slugger D. Maxman

    En primer lugar, bravo por este textaco, Fu.

    En segundo —y último porque no quiero extenderme—, de tontos está el mundo lleno. De gilipollas varios que critican sin saber o haber vivido una situación; y todo esto siempre independientemente de si uno hace o deja de hacer. Con lo sencillo y bonito que es el «vive y deja vivir»…

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