El ludonauta – Columnas Anteriores

21 de noviembre

Les voy a hacer una confesión. Algo que tampoco sorprenderá a nadie, porque creo que es un comportamiento más o menos extendido entre quienes jugamos con cierta asiduidad a videojuegos. Es algo que se acentúa de vez en cuando, especialmente cuando surge, o está a punto de hacerlo, uno de esos grandes juegos que los aficionados llevan años esperando. En este caso el resorte lo ha activado la llegada de Fallout 4 (Bethesda, 2015), agravado por el hecho de que aún no he jugado ni un solo minuto a juegos que poseo desde hace mucho tiempo como son sus predecesores Fallout 3 (Bethesda, 2008) y Fallout: New Vegas (Obsidian, 2010). Soy un jugador desactualizado.

Me parece prácticamente imposible, especialmente con los grandes títulos, jugarlos en el momento en el que irrumpen en el mercado. Es cierto que en los últimos dos años, gracias a que he orientado mis intereses académicos hacia el estudio de la cultura del videojuego, he sido capaz de probar ciertas obras en su momento de salida (o casi). Sin embargo, esos juegos que se miden por kilómetros y decenas de horas son mi talón de Aquiles. Por ello, cuando salió la última obra de Bethesda decidí volver a ponerme con otra de sus grandes producciones, The Elders Scrolls V: Skyrim (Bethesda, 2011). Teniendo en cuenta que tardé cerca de 6 años en completar su predecesor (jugando a lo largo de diferentes épocas), The Elders Scrolls IV: Oblivion (Bethesda, 2006), el futuro no pinta muy halagüeño.

Pero mis problemas no se reducen a los juegos de Bethesda: Bioware, Ubisoft, Rockstar Games o CD Projekt RED son culpables de mi vergüenza videojugadora. Curiosamente terminé Watch Dogs (Ubisoft, 2014) en su año de salida, antes que cualquier título de la saga Assassin’s Creed (Ubisoft). De hecho, este mismo año he finalizado al original, el que salió en 2007. Larga lista me queda. Comencé The Witcher (CD Projekt RED, 2007) hace algunos años, recientemente he hecho algún amago de volver a cogerlo, pero poco me ha durado la constancia. Me esperan sus sucesores. Los GTA los fui jugando casi al ritmo en el que salían, aunque no completé la cuarta entrega, hasta GTA V (Rockstar Games, 2013). Ni pensar en el online. Tengo todo lo Bioware comprado, algunos incluso instalados; los quiero jugar todos, de verdad, especialmente después de leer tantas cosas buenas sobre ellos. Pero ahí están las sagas Mass Effect y Dragon Age cogiendo polvo —digital— sin visos de ser tomados bajo mis mandos en el corto plazo.

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué convertirse en un jugador desactualizado? ¿Por qué insistir en jugar estos juegos que ya tienen tantos años a sus espaldas (que en el universo de videojuegos es mucho tiempo)? Voy a dar mis razones, no sé si más gente se verá reflejada en estas ellas. Primero, por un sentido —no sé si absurdo o no— de la responsabilidad. Entiendo que son juegos que han de ser jugados y me siento en la obligación, no tanto moral como cultural y social, de jugarlos. Un buen videojugador no debería perderse estos títulos. Segundo, la necesidad de respetar el orden de juego en el que los títulos de las sagas han ido saliendo. Antes de jugar a The Witcher 3 tengo que jugar al 2, y antes que éste, he de hacerlo con el original. Psicológicamente soy incapaz de romper ese orden, de ignorar las obras previas. Es cierto que en sagas como las de The Elders Scrolls he decidido ignorar Morrowind y las anteriores, pero una vez que entras en ella… ya tienes que jugar a los juegos de forma consecutiva.

Cuando se juntan estas dos razones, responsabilidad de jugar a ciertos títulos y hacerlo en el orden en el que salieron, ocurre el fenómeno del jugador desactualizado. Y en esas estoy, en la vanguardia en unas cosas y en la retaguardia digital en otras. ¿Hay alguien más ahí?

14 de noviembre

Si decidiéramos confeccionar una lista de cuáles son los miedos que consideramos universales, esos que independientemente de la época y la cultura en la que nos encontremos podemos decir con cierto grado de seguridad que todos sufrimos, estoy convencido de que entre ellos hallaríamos el miedo a perder un hijo. Y no me refiero únicamente a la terrible experiencia, siempre traumática, del fallecimiento, sino del terror que produce darse cuenta de que uno de tus hijos se ha perdido entre la multitud, o descubrir que ya no está donde se supone que debería estar. Desde esa angustia parte The Park (Funcom, 2015), una suerte de spin-off del universo creado por el MMO The Secret World (Funcom, 2012), que sirve de base para desarrollar una historia acerca de la pérdida —literal y emocional— de los seres queridos, el abandono, la maternidad y la miseria —moral y material—.

He ahí pues el punto de partida de The Park. Encarnamos el papel de una madre que va tras la búsqueda de su hijo dentro de un parque de atracciones ya cerrado, en situación de semiabandono. Una de las originales mecánicas del juego, prácticamente la única, consiste en llamar a Callum, el hijo, lo que devuelve ocasionalmente respuestas del niño tales como «¡Vamos, mami!», «¡Píllame, mami!», «¡Aquí!», «Sigue el rastro», así como pistas visuales que indican al jugador dónde fijarse (encontrar un documento o un evento activable). Es a través de ese grito angustioso de una madre que llama a su hijo el modo en el que interactuamos principalmente con el juego. Usa el lenguaje de la angustia, que conforme va progresando pasa del nerviosismo inicial a la desesperación que transmite casi al final. En este sentido The Park pretende instalarnos en la desazón constante. Quiere que ése sea nuestro estado anímico a lo largo de su duración.

El juego se diferencia claramente en dos partes. Una en el parque de atracciones —más abierto, con más guiños al universo de The Secret World— y otra en una representación opresiva del hogar de la protagonista, con un desarrollo tipo P.T. —ya un referente en este tipo de juegos— que golpea las conciencias —la suya, la nuestra—. En ambos casos intuimos, sabemos más bien, que todo va a desembocar en un resultado desastroso. No se oculta en ningún caso, ya que lo importante no es el desenlace, sino el trayecto, esa atracción que se hunde en los recovecos más oscuros del ser humano y que descarrilará indefectiblemente.

La obra de Funcom es corta y no presenta ningún obstáculo reseñable. No es posible morir, no existen impedimentos o puzles, es prácticamente imposible perderse en el escenario. Es evidente que su objetivo no es plantear un reto jugable a quien se acerque a interactuar con él. Lo que sí le presenta al jugador es un reto emocional. ¿Qué significa crecer en un entorno familiar hostil? ¿Cómo sobrevivir a la pérdida de un ser querido? ¿Cómo enfrentarse a las necesidades materiales de existencia cuando vivimos en un sistema hostil con quien no puede proveerse por sí mismo? ¿Qué supone ser madre o padre especialmente en un contexto de desamparo social, familiar y económico?

A lo largo de la obra se hacen numerosas referencias truculentas al ya de por sí grotesco relato de los hermanos Grimm, Hansel y Gretel. No son alusiones gratuitas, son esenciales para entender The Park. Es la angustia del progenitor, que no pudiendo asumir el cuidado de sus vástagos, los abandona a su suerte. Pero eso no reduce su aflicción, sino que la multiplica hasta fagocitarlo. Hay muchas cosas que se pueden aislar, olvidar, incluso dejar de querer. Los hijos parecen no entrar en esa categoría.

7 de noviembre

En las últimas semanas hemos asistido, con tristeza, a un sinfín de noticias, imágenes y discursos en torno a la llamada crisis de refugiados procedentes de Siria. En realidad no es un fenómeno nuevo, todos lo sabemos. Se trata de la enésima versión de una historia contada mil veces, aquella que tiene que ver con seres humanos que buscan algo muy simple pero al parecer muy difícil de alcanzar: una vida mejor (o una vida sin más, ya que en ocasiones es cuestión de vida o muerte). Huyen de guerras, de hambre, de miseria, de todo tipo de persecuciones. No importa si lo que hay al otro lado de esas múltiples fronteras que han de cruzar, como si de una cruel carrera de obstáculos se tratara, no les espera nada particularmente bueno; incluso están dispuestos a arriesgar sus vidas en el intento. Sencillamente, no les queda otra. Frontera tras frontera, sólo anhelan una cosa: llegar a su destino.

La frontera, ese espacio liminar, es un lugar entre dos lugares, un universo con reglas y un sentido propios, distintos a los que encontramos en los lados que conecta y separa. La frontera es área de tránsito pero también de detención, ahí donde se decide quién entra o quién se queda fuera. Es en ese ámbito paranormal fronterizo donde tiene lugar el juego Papers, Please. En él nos ponemos en el lugar de un subalterno de cancerbero, precisamente, para tratar con otros subalternos: los que se agolpan al otro lado de la frontera y quieren cruzar a nuestro territorio, la gloriosa Arstotzka.

Se ha dicho muchas veces que la obra de Lucas Pope recrea la frontera en un enclave que nos recuerda a las antiguas repúblicas soviéticas. Definitivamente es imposible no reparar en ello: desde los nombres ficticios de los países hasta la gris estética de bloque soviético que impregna todo su diseño, el juego rezuma ese ambiente que imaginamos al este del Telón de Acero. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba como inspector de fronteras de Arstotzka, más me recordaba a la actualidad. Pasaportes, permisos de trabajo, formularios, licencias diplomáticas, cartillas de vacunación, medidas de seguridad aumentadas debido a amenazas terroristas, escáneres de cuerpo completo, chequeos, interrogatorios inquisitoriales… ¿es eso propio de repúblicas soviéticas y extintas, o está más cerca de cómo funcionan las fronteras de las “avanzadas” democracias occidentales?

Los malabarismos que hay que hacer para sobrevivir y poder proveer a tu familia son tremendos, ya que dependen en gran medida de lo eficiente que seas a la hora de gestionar ese lugar de paso que es la frontera. Y eso implica dejar a muchos otros seres humanos fuera, quién sabe si condenándolos a un final terrible. Afortunadamente, Papers, Please deja un margen al jugador para que, de vez en cuando, uno pueda tomar decisiones que van en contra del sistema. Abrir huecos donde no los había, dar oportunidades a quien no las tenía. Puede que generando un mal mayor, o perjudicando tus propios intereses, pero al menos te facilita negociar en los límites de ese límite que es la frontera.

En cualquier caso, Papers, Please no evoca un pasado más o menos lejano, sino un presente muy cercano. Tanto, que duele.

31 de octubre

Among the Sleep (Krillbite Studio, 2014) parte de una interesante premisa: encarnamos el papel de un bebé de dos años, eso que los anglosajones llaman toddler, lo que condiciona de forma fundamental nuestras habilidades y punto de vista en el juego. No se trata únicamente de una cuestión de perspectiva (mirar el mundo desde abajo) o de capacidades (como bebés, nos costará abrir puertas, llegar a puntos altos, levantar objetos o utilizar la fuerza), sino también de cómo interpretamos el mundo y sus estímulos (sonidos, sombras, luces, espacios). Y esa lectura que hace el infante de la realidad, entre mágica y terrorífica, es de lo que se nutre principalmente el título de Krillobite Studio.

Así, enfundados en un pijama azul con estampado de estrellas y medias lunas, tomamos el papel de un bebé sin nombre que, gateando, escalando armarios y deslizándose por toboganes imposibles, tendrá que ir desbloqueando memorias que le acerquen a desvelar el verdadero monstruo que le aterroriza en la oscuridad de unos paisajes cotidianos pero distorsionados y deformados por la imaginación del infante. No estaremos solos, no obstante. Durante gran parte del juego nos acompañará un osito de peluche parlante cuyo nombre, poco original, es Teddy. El osito hace las funciones de narrador externo y guía durante la obra. Es el truco narrativo que los desarrolladores han encontrado para eludir el necesario silencio del bebé. En términos mecánicos también cumple una función: si lo abrazamos emitirá una luz que nos ayudará a ver en la oscuridad. Los Gusy Luz haciendo escuela.

Lo cierto es que la obra provoca más inquietud o incomodidad que miedo, especialmente según avanza y vamos dándonos cuenta de ciertos elementos: los inquietantes dibujos presumiblemente dibujados por el bebé, la multitud de botellas de alcohol vacías, lo intimidante de ciertos objetos y sucesos cotidianos como la ropa colgada en un armario, el ruido de un portazo, el estruendo de objetos que se caen al suelo, o los sollozos lejanos de una mujer. Y cuanto más reconocible, por cotidiano, es el entorno en el que nos encontramos, y más lejos de otras representaciones más fantasiosas, más produce desazón (en este sentido el juego funciona mejor al principio y al final que en su desarrollo intermedio). Los terrores cotidianos son los peores de todos, ya que no tienen nada de sobrenatural y eso es lo que asusta; son posibles, le pueden pasar a cualquiera, y suceden en lo más íntimo de nuestros espacios de seguridad: en nuestro hogar, con nuestros seres queridos. Los terrores cotidianos contaminan y amenazan nuestros santuarios personales.

No desvelaré aquí cómo terminan las desventuras del bebé de pijama azul y su amigo Teddy, pero el final, aunque previsible hasta cierto punto, no es menos descorazonador. Y leer toda la experiencia de juego en esa clave de terror cotidiano nos recuerda que, como ya teorizó Hannah Arendt, el mal puede ser banal y los monstruos las personas más normales (e inesperadas) que nos podamos imaginar.

24 de octubre

Hace poco más de un mes estuve en el que es considerado el evento de videojuegos más grande del Reino Unido, el EGX, que este año tuvo lugar en la ciudad de Birmingham. Una crónica más o menos fidedigna de mi experiencia la pueden encontrar aquí (en inglés). Fue mi primera incursión en un evento de estas características, por lo que mi visita estaba impregnada de la nerviosa curiosidad antropológica del primerizo. Y debo decir que no defraudó mis expectativas (si es que iba con alguna idea preconcebida).

Cayendo en una simplificación de lo acontecido, recordaré mi paso por el EGX de 2015 como una bacanal sonora y lumínica, sumergido en una marea de cuerpos que deambulaban entre zonas delimitadas y aderezado con un impulso colectivo que te apremiaba a probar compulsivamente todos los juegos y dispositivos con los que te ibas encontrando. Y mucha bebida energética gratuita. Litros y litros. Y en todo ello uno se siente fascinado pero viejo. Como que uno no termina de entender muy bien qué está pasando, aunque se experimente una extraña atracción por lo que ve, toca y escucha.

Entiendo que, sobre todo para un sociólogo como yo, intentar extrapolar una única experiencia de un solo día al conjunto de este tipo de eventos es caer en una clara falta de rigor. No es representativo. Sin embargo, sí puede ser indicativo. Y lo digo porque he leído experiencias similares, o que se acercaban en algunos aspectos, de otras personas que habían pasado por eventos de este tipo. Lean si no a mi compañero de columna y director de este sitio, Guillermo y sus andaduras Gamepolis en Málaga. O a Alberto Murcia y a chiconuclear, describiendo su paso por la Madrid Games Week. No cabe descartar que se trate de una cuestión generacional o de un tipo de sensibilidad, pero parece legítimo plantearse la cuestión: ¿son posibles otro tipo de eventos sobre videojuegos que no descansen en la estridencia y el exceso?

No me malinterpreten, este tipo de encuentros son potentes laboratorios para analizar procesos de efervescencia colectiva, la noción que Émile Durkheim popularizó en su clásico Las formas elementales de la vida religiosa. Es lo social efervescente, desnudo, en su máxima expresión. Es lo más parecido al calor de la comunidad que ya no es, pero que aquí se reproduce en cortos pero intensos intervalos en el tiempo y el espacio. Es difícil de explicar para el que no experimenta esa electrizante conexión con los otros y el entorno, que se traduce en una socialidad densa. Tan densa que, como un agujero negro, no puedes escapar de ella.

Mark Foster, uno de los creadores de Titan Souls (Acid Nerve, 2014), me decía en una conversación que cada vez que asistía a un gran evento de esas características sentía que todos los demás estaban en la misma onda porque sentía que «todos tenemos esa gran cosa en común». Cierto es; son lugares para compartir algo que se tiene en común. Sólo que a mí me gustaría, sin que para ello tenga que desaparecer el modelo actual (bueno, quizás con menos sexismo, aún patente en algunos casos), poder disfrutar de ese común que nos une de algún modo con un grado menor de parafernalia, luces brillantes y decibelios. Por probar, digo.

17 de octubre

Escribía el otro día Marçal Mora (alias Retromaquinitas) en esta misma casa acerca de la decepción que le supuso a él —y a muchos otros más al parecer— el videojuego Mighty No.9 (Inafune), financiado principalmente por las aportaciones de aquellos que apostaron por él en una muy exitosa campaña de Kickstarter. El texto supura desencanto, desilusión y desengaño por todos los lados. Lo que queda al final es una sensación de tristeza que es la medida entre lo que parecía un proyecto ilusionante que se alimentaba de la nostalgia que despierta la saga Mega Man y lo que efectivamente se ha recibido.

Y esto me conduce al papel que juega la nostalgia en algunos de los proyectos sobre videojuegos más prominentes del crowdfunding, con especial atención a Kickstarter, su principal plataforma. Viejas glorias de la industria, independientemente de si han seguido o no más o menos en activo, levantan la bandera de la nostalgia y prometen devolvernos en el presente las experiencias de una época que ya pasó. Ejemplos hay muchos: Broken Age (Tim Schaffer), Moebius (Jane Jensen), Broken Sword V (Charles Cecil), Godus (Peter Molyneux), Shenmue 3 (Yu Suzuki), Thimbleweed Park (Ron Gilbert) y un largo etcétera.

¿Esas y otras obras han cumplido o cumplirán las expectativas? No emitiré ahora juicios de valor sobre los juegos ya terminados o especularé sobre el futuro de los que están por llegar. Me voy a centrar en el mecanismo que articula sin duda el éxito de sus propuestas en términos de su (sobre)financiación: la nostalgia.

La nostalgia es un término médico del siglo XVII acuñado para describir la melancolía de los mercenarios suizos que luchaban en el extranjero. Es, según Fred Davis en su obra Yearning for Yesterday: A Sociology of Nostalgia, «no solamente un anhelo por el pasado, sino una respuesta a las condiciones del presente» (Hewison, 1987: 45). Por ello la nostalgia se siente de modo más fuerte en momentos de descontento, ansiedad o desencanto, ya que actúa como una válvula de escape contra la frustración que se genera cuando arrecia el sentimiento de haber perdido algo (Hewison, 1987: 46).

Y es ahí, en el resquicio que deja el recuerdo de las sensaciones que experimentamos jugando a aquellos juegos en el pasado —quizás en nuestra infancia o adolescencia—, por donde se cuela la nostalgia que tan bien saben articular en esos proyectos de Kickstarter. Si alguna vez se han dejado arrastrar por la pulsión nostálgica de una de estas propuestas, sabrán de qué están hechas: son una lluvia de impactos emocionales que apelan no tanto al pasado sino a la imagen que tenemos ahora de ese pasado. Eso es en definitiva la nostalgia, un dispositivo emocional que media entre nuestro presente y nuestro pasado a través de una serie de imágenes, sonidos, recuerdos, ausencias y sentimientos.

Y no se trata aquí de criticar la nostalgia como herramienta de financiación. Cada mago usa los trucos que tiene a mano en su chistera; cada tahúr esconde sus cartas donde puede. Ni siquiera como noción en sí. No hay nada intrínsecamente negativo en la nostalgia, por lo que tampoco considero que sea adecuado proyectar nuestras propias fobias sobre ella. Después de todo, la nostalgia se nutre principalmente de proyecciones: de lo que creemos que es el presente en contraposición con lo que pensamos que era el pasado. En fin, que antes de caer en nuestra siguiente decepción, o quién sabe si alegría, sería bueno que reflexionáramos por qué tomamos una decisión y en base a qué. Está claro que la nostalgia también puede ser servida vía Kickstarter.

10 de octubre

Layers of Fear (Bloober Team), que se encuentra ahora mismo en Early Access de Steam, comienza citando a Oscar Wilde en El retrato de Dorian Grey: «Todo retrato que haya sido pintado con sentimiento pertenece al artista, no al modelo». Esta afirmación podría ser interpretada como una determinada concepción de la noción de autoría: es el artista, sujeto activo, en quien recae el poder de creación sobre lo que constituye el recipiente pasivo de su acción, el lienzo y el modelo que posa para él. Pero se trata de una afirmación engañosa pues, en el juego, será el artista-jugador quien sea apropiado y manipulado por la obra-juego hasta ser atrapado en sus múltiples capas: de terror, narrativas, existenciales.

El juego muestra una perspectiva en primera persona, una de cuyas características en seguida notamos en cuanto nos detenemos: la cámara se mueve ligeramente de un lado a otro, como si estuviésemos en la cubierta de un barco. Y el símil nos es útil para hablar de Layers of Fear, porque si de un navío se trata, vamos a asistir a un naufragio personal y familiar; quién sabe si social. Que fuera de la mansión en la que se desarrolla el juego se oiga el sonido de una tormenta, la luz de cuyos truenos inundan intermitentemente las estancias que recorremos, no hace sino ahondar en este relato sobre el hundimiento de una nave otrora majestuosa y que surcaba el mar de lo cotidiano, lo familiar y lo profesional viento en popa.

Encarnamos a un artista, un pintor venido a menos que ha perdido a su familia, al borde de la locura. O eso es lo que iremos descubriendo según avancemos en el juego. Despojado de todo —sus seres queridos, su salud, su prestigio— sólo le queda su arte, último resquicio por el que aferrarse a la construcción de sentido y no perder del todo la cordura. O quizás ha sido ése arte lo que lo ha desnudado, capa a capa, de su humanidad, de su juicio, de sus estatus como ser social. Y lo mejor es cómo se opera esta transformación en términos de jugabilidad.

En Layers of Fear no hay enemigos que derrotar, recursos que gestionar, personajes con los que hablar, ni siquiera hay puzles propiamente dichos que resolver. Se trata de avanzar entre estancia y estancia, desvelando diversos aspectos de la historia en forma de recortes de periódicos, cartas, entradas de diario u objetos. En el proceso interactuamos con el entorno, o eso puede pensar uno al principio, porque según avanza la trama uno tiene la sensación de que es el entorno el que interactúa con nosotros. Eso mantiene al jugador en tensión constantemente, una sensación de incomodidad que crece con el paso del tiempo, con cada nueva estancia; como si nosotros también estuviésemos empezando a ser colonizados por la psicosis del protagonista. Poco a poco la casa va engullendo al jugador en una sucesión de ambientes que constituyen las capas que se van añadiendo a su experiencia de juego, distorsionando la percepción y la capacidad de anticipar qué será lo siguiente. Se pueden trazar algunos paralelismos con P.T., aquella obra que Konami convirtió involuntariamente en leyenda. Creo que su influencia es innegable, pero Layers of Fear se sostiene por sí mismo, por cómo hace sentir vivo un entorno sin que apenas notemos la tramoya que lo hace posible.

Cada vez que “mueres” en el juego, aunque realmente forma parte del desarrollo normal del juego, reapareces en una habitación en la que se puede leer un mensaje sobreimpresionado en la pared: «La muerte no es sino una capa». Su lectura produce escalofríos. Y uno no puede dejar de pensar que es cierto, que la vida y la muerte son como nuestras experiencias, que incluyen fracasos y triunfos, alegrías y tristezas; son diferentes capas que, superpuestas y entretejidas, hechas de jirones de otras capas en ocasiones, conforman la textura de nuestra realidad. Y Layers of Fear, ese pequeño juego aún en desarrollo del que espero más, añade su propia capa existencial.