Una cita abre This War of Mine (11 Bit Studios, 2014). Que Hemingway nos diga que en la guerra vas a morir como un perro nos entra por una oreja y nos sale por la otra; ya lo sabemos. Por si acaso un Fuck the war! -inspirado en una foto real de una casa derruida de Mostar (Bosnia)- adornará un trozo de pared colindante a la casa en la que viviremos, con suerte, los próximos 30 o 40 días. Será esa casa, no la cita del Premio Nobel de Literatura, no el grafiti, la que nos aleccione sobre la capacidad del ser humano para rebajarse y mutar en un despojo entrenado para el automatismo de supervivencia.
Primo Levi le decía a Daniel Toaff en 1982 una obviedad, no por obvia menos perturbadora: muchos de los que morían en los campos de concentración nazis lo hacían por no ser capaces de sobrevivir; los italianos llegaban a los campos aterrados por el alemán, la lengua del verdugo, pero también por el polaco, la lengua bañada en consonantes que representaba la nada. Los italianos morían por no entender el idioma en el que les hablaban, por no saber cuándo podían cambiarse de zapatos: el caminar diariamente con unos zapatos de una talla errónea producía heridas en los pies, y a los nazis no les gustaban los heridos.
Sin llegar al extremo de que en This War of Mine nuestra supervivencia dependa del lenguaje, sí es cierto que el título creado por los polacos 11 Bit Studios -uno de sus guionistas cita la ocupación nazi de Polonia como inspiración- nos muestra una amplia variedad de situaciones en las cuales un mínimo detalle puede conducirnos bien a la muerte bien a la supervivencia hasta el día siguiente.
Empezamos el juego con un número variable de personas, dos, tres, cuatro. Dependiendo del número de personas que tengamos el posible alto el fuego por el que acabaremos suspirando llegará antes o después. Cada persona es un mundo: algunos nos resultarán útiles dada su experiencia como buscadores, como manitas, como cocineros, como exploradores sigilosos o como exsoldados, mientras que otros dominarán las matemáticas o se les darán bien los niños. La guerra es un depurador de supervivientes: nosotros mismos colocaremos a las personas en una cierta jerarquía práctica, sabremos a quién preferiremos sacrificar antes; está bien que sepas resolver integrales cúbicas, pero eso no me procurará un plato de comida. Esa perspectiva despiadada se atempera según los recursos lo permitan. Alejados los fantasmas de la inanición o la ausencia médica tendremos tiempo para hablar con esa persona que ha vuelto abatida tras verse obligada a robar a unos ancianos. El horizonte es desolador: no siempre -es más, casi nunca- tendremos la seguridad de tener unos recursos mínimos; ante la menor enfermedad el debate moral nos lacerará: ¿hasta qué punto merece la pena robar unos medicamentos en el hospital, sin duda reservados para otros pacientes, en favor de nuestro compañero enfermo? This War of Mine te ametralla a reflexiones morales impulsándote a trazar una línea roja que según la partida podremos mover aquí o allá. Porque de eso se trata, de una zona de confort que nos permite ser más o menos flexibles. ¿Acaso dudaremos sobre la conveniencia de robar medicamentos cuando nuestro compañero languidezca, mecido por la agonía? ¿Seremos capaces de dejarlo morir antes que cometer un robo?
This War of Mine es un título preparado para incomodar: su mecánica de juego construida sobre una interfaz point & click te pone fácil caer en la ingratitud, en mirar para otro lado. No hay respuesta cuando el vagabundo te pregunta por qué no le das dinero. No es juego creado para facilitar la evasión, es un juego que apuesta por una gamificación emocional inversa: estás en tu zona de confort y empiezas a notar los codazos en la cara; no hay más recompensa que la propia decisión tomada. No es ir a El Hormiguero a que homenajeen tu nombre, es una entrevista de Ana Pastor.
El título se organiza en dos fases: por un lado la gestión de los recursos en la casa en la que habitan los supervivientes, un poco a lo Don´t Starve (Klei Entertainmente, 2013) mezclado con un estilo Los Sims. Toca poner a cocinar al cocinero -porque por su habilidad gastará menos recursos-, a fabricar muebles al manitas, a hablar con los comerciantes al que sepa negociar; hablar con la gente triste, resolver peleas, montar trampas para ratones. Un icono permitirá hablar con quien esté más triste de lo normal, recordándonos la importancia de la comunicación: el alcohólico que se presenta en la reunión y se confiesa, el depresivo que debe hablar con un especialista. Quien sabe tocar la guitarra nos distrae de los ecos bélicos del exterior. La moral es importante: algunos beberán café, otros fumarán, añadiendo otra variable a las negociaciones que dependerá también del precio de dichos consumibles, que puede variar según la partida avisándonos la radio de su escasez. A primera vista puede parecer una tontería preocuparse por el café en tiempos de guerra, pero igual no lo es. Cambiando el dial de la radio podremos enterarnos de cómo va variando el tiempo, cómo se enquista el combate entre los militares y los rebeldes, cómo varía la seguridad ciudadana, pero también de algunos eventos que influirán en los escenarios: los francotiradores matarán civiles cuyos cuerpos veremos la próxima vez que vayamos al cruce de francotiradores, ya no veremos cómo intercambian los transeúntes recursos de manera pacífica en el mercado tras haber caído una bomba encima. La radio, al igual que a muchos españoles que se duermen pensando en los fichajes de sus equipos favoritos, ameniza y entretiene, pero también informa, y al jugador experimentado avisa, porque cuando en una frecuencia nos digan que comienza a hacer frío y que podemos pasar mejor la noche taza caliente en mano ya sabremos que debemos ir preparando la estufa, el combustible, la madera, la nieve hervida, las medicinas y el hacha, cuando comiencen algunos asaltos ya sabremos que debemos cerrar todos los huecos exteriores del edificio, reforzar la puerta, fabricar cuchillos, armas, escopetas, rifles de asalto, chalecos antibalas, cascos y vendajes además de rezar por tener a algún exmilitar en nuestro grupo, cuando los enfrentamientos entre militares y rebeldes copen las noticias asumiremos que algunas localizaciones van a volverse inaccesibles; esos eventos pueden salir en cualquier momento, como en aquella partida en la que comencé, ya de entrada, en plena oleada invernal. Como en Fallout, de alguna manera la radio nos acompaña, y estaremos atentos a ella alegrándonos al oír que una vanguardia internacional comienza a desplegarse para acudir a la zona de combate, para luego descubrir que se pospone su llegada, o que ésta se desmonta y es el país vecino el que acude a rescatarnos. Qué felicidad al oír que en los próximos días puede llegar el alto el fuego. Y mientras tanto, qué dura la vivencia bajo esa atmósfera pesada, tras esas paredes trazadas con lápiz, esa ausencia de colores primarios, ese estilo monocromático que enfatiza el realismo de la deshumanización bélica (La Lista de Schindler). Se trata, al fin y al cabo, de adaptarse a lo que hay, cosa que conocemos aunque en menor grado: el español que sufre la crisis económica deja de reírse del mito de la fabricación de jabón casero con aceite usado y comienza a preguntar por su elaboración, deja de comprar yogures con trocitos de fruta para echárselos a mano, deja de comprar Fanta y comienza a exprimir zumo de cítricos en sus botellas de agua, deja de comprar en supermercados para pasarse a la tienda del barrio, reconsidera la compra de más inmuebles, compara precios, pierde casas y, en resumen, descubre que los cimientos de la bonanza económica no eran tan resistentes, teniendo que reconducir hábitos y conductas. Economía del sufrimiento. Pérdida de poder. No importan tus creencias anteriores, tus opiniones, sólo cuánto necesitas comer al día, cuánto estás dispuesto a comprometerte con los demás y qué puedes aportar. The Walking Dead sin zombis.
En This War of Mine traficas con trozos de madera, con guitarras rotas, con agua, comida enlatada, balas, hierbas medicinales o aguardiente, lo que de verdad importa, recordándonos la escena del gueto judío en Alemania en el que los cuerpos, llenos de joyas que nadie quería comprar, se amontonaban. Las visitas llamarán a la puerta: gente que nos pedirá ayuda para entrar en casas abandonadas y pedirá después ayuda para robar, vecinos amables que nos regalarán verduras -indispensables para maximizar los recursos gastronómicos- de tan bondadosa forma que conducirá a la sospecha, llegarán personas pidiéndonos favores -guárdame estos libros hasta el final de la guerra, guárdame estos medicamentos- y ayuda -han disparado a mi compañero, algunos militares rondan mi casa, nuestra madre está enferma-, comerciantes -indispensables para equilibrar nuestra producción- y hasta milicianos que nos harán temer lo peor. Los vecinos pondrán a prueba nuestro altruismo, ya que el que nos acaben recompensando por nuestras buenas acciones no dependerá más que del azar. Nuestra reacción a estos eventos irá construyendo un clima kármico que influirá en el final de cada uno de los miembros del equipo que sobrevivan, que te irán contando su vida en unas tarjetas personales encabezadas por sus fotografías, enternecedoras por asemejarse a las caras de tus vecinos: gente real. Se trata, también, de oír sus historias, de forjarlas como escudo frente a la futilidad que te rodea. Los personajes se sientan en sillas, leen los pocos libros que quedan, fuman sin control atándose a una humanidad náufraga; y de alguna manera los sientes tuyos, quieres recompensarles por acciones que en realidad decides tú, como cuando te sentías bien cuando el protagonista de Depression Quest iba superando su enfermedad gracias a tus elecciones conversacionales.
La segunda parte del juego consiste en la exploración nocturna de las distintas localizaciones de la ciudad, Pogoren, capital de la ficticia república Vyseni. Todo nos recordará al ambiente kosovar. Esta parte del juego recurre al sigilo, mostrándose el ruido que hacemos como ondas turbulentas que podrán alcanzar y alertar a los demás. La noche muerde. Si estar en la casa nos acerca a jugar a Los Sims, sitios como el cruce de francotiradores o el hotel nos acercarán a la experiencia survival horror. Una correcta planificación será vital: en algunos sitios hará falta una pala, una palanca, ganzúas u hojas de sierra para seguir avanzando. Quizá tardes varios días en poder fabricar las herramientas necesarias, pero mientras tendrás que seguir explorando: tu equipo necesita comer. Olvidar, tres días después, en qué localización necesitabas qué, o peor aún, descubrir tu error después, es perder un turno vital para no ya el progreso, sino el mantenimiento del grupo que además de asumir tu inútil viaje puede tener que enfrentarse a los ladrones. Los personajes desmoralizados, hambrientos, enfermos o cansados tardarán más en correr, en realizar tareas.
Los guionistas delimitan muy bien el carácter de los encuentros a través de burbujas conversacionales. Inmediatamente sentiremos empatía hacia el anciano que lo primero que nos pide es que no le hagamos daño a su mujer, e inmediatamente sentiremos rechazo hacia esos sujetos armados que dicen habérselo pasado bien atacando convoys humanitarios. También los personajes principales tendrán una personalidad concreta que los hará más susceptibles a ciertas acciones: Roman, exmilitar y experto en el uso del cuchillo, soportará matar a militares sin sufrir menoscabo moral ni depresiones posteriores, pero tenderá a pelearse con sus compañeros cuando, por otras razones, su moral flaquee. Los guionistas trufan los escenarios con pequeñas notas o detalles: ese bolso que se encuentra en el burdel que parece haber sido arrancado a la fuerza, ese carrito de bebé con restos de leche, ese cuadro inacabado por el pintor, esa promesa de la abuela de hacer galletas. Esos detalles alimentan una experiencia penetrante en el jugador. En las fases de testeo del juego se sorprenderían por las reacciones que despierta la casa silenciosa, donde por ejemplo una mujer decidió inicialmente robar toda la comida de la pareja de ancianos, para más tarde volver depositando parte de la comida robada en los armarios esperando que no murieran de inanición. Se juzgó a sí misma porque sentía la experiencia como real.
En las primeras partidas la muerte llegará pronto -a menos que hayas desarrollado Gods Will be Watching y estés acostumbrado a la precisión en la asignación de variables-. Tras coger experiencia, y a ser posible una hoja de papel, el ecosistema esconderá los colmillos. Aprenderás que puedes ir a esa casa abandonada sin temor a ninguna represalia, que no sirve de nada acercarse a patrullas militares a menos que tengas vodka con el que traficar -está documentada su relevancia en el tráfico de recursos en el sitio de Sarajevo; en la Alemania nazi se traficaba con cigarrillos-, que puedes esquivar las balas de los francotiradores con un poco de cuidado.
La primera impresión del juego es dura, tanto en dificultad como en lo que se muestra: dos semanas después del lanzamiento, sólo el 11% de los jugadores llegaría al final. Y sin embargo This War of Mine es un juego que premia la rejugabilidad, encontrándonos en las siguientes partidas con esos automatismos de supervivencia ya asimilados, entreteniéndonos con las posibilidades que no se habían dado en partidas anteriores. Así, puede llegarse a pasar el juego sin que muera ninguno de los miembros del equipo, pero no sólo eso: podremos abanderar la corrección política pasándonos el juego sin siquiera robar, sin agraviar en ningún sentido a ninguno de los habitantes de la ciudad. Podremos llegar, incluso, a llegar al alto el fuego ahítos de comida caliente, de café y cigarrillos, descansados, borrachos, donando medicamentos sobrantes al hospital, aunque muy difícilmente llegaremos a poder explotar en una misma partida todas las posibilidades de crafteo casero. También podremos explorar en mayor profundidad esos asentamientos que no nos atrevimos a explorar en anteriores encuentros. El asalto al puesto militar puede ser apasionante.
Una de las gracias de la rejugabilidad del título está en los escenarios, cuyo índice de peligrosidad, además, no siempre equivale al que se nos indica en su descripción. En ellos viviremos experiencias diferentes, según la partida y el momento de ésta en el que lleguemos al lugar: quizá acudamos al supermercado al principio de la partida, viendo cómo un soldado se dispone a abusar de una mujer que buscaba comida. No tenemos armas con las que luchar contra el soldado: podemos elegir si indignarnos, intentar hacer algo y morir o volver y caer en la tristeza. Sin embargo en otras partidas, en las que quizá acudamos al supermercado con chaleco antibalas y munición necesaria para acabar con el soldado veremos que éste no está: en su lugar hay un grupo de personas bien armadas, que acaban de llegar. Una se dirigirá a ti y tú, dispuesto el dedo rápido para correr o para disparar, le oirás decir que no hay problema, que hay para todos: efectivamente no te darán problemas y podrás coger lo que ellos no. Otro de los escenarios cambiantes es la iglesia, en la que podrás encontrar a un amable cura que no sólo accederá a negociar contigo sino que te hablará de los refugiados que acoge en el subterráneo, o bien podrás encontrar una iglesia derruida, con unos cuantos matones a su alrededor: al parecer el cura no tuvo suerte esa vez. No nos pasará nada en el hospital si no nos pillan robando, sabremos que en el hotel podemos encontrar a sociópatas o que detrás de esa casa abandonada encontraremos las primeras armas de fuego. En un edificio en obras te acercas con tu personaje sigiloso. Has oído rumores de presencia militar, pero no ves nada. Asciendes y ves dos motas rojas, la manera que tiene el juego de señalar la presencia de sonidos, sean ratas, ventanas sin cerrar o en la mayoría de casos, personas. Oyes decir que están viendo a alguien entrar de forma sigilosa en el edificio. Te pones tenso, porque hablan de ti, y acto seguido les oyes decir que te van a atacar. Las motas se mueven. Huyes. Cuando pasados los días vuelvas a la estructura, porque por desgracia la nieve o los conflictos entre militares y rebeldes te impidan ir a otros sitios, las motas habrán desaparecido. No hay nadie, o eso parece. Vas ascendiendo por la estructura, sin dejar de echar ojo a esos huecos que el juego ha creado para que podamos esconder en ellos a nuestros personajes. Por algún motivo abundan en ese edificio. Poco a poco sigues ascendiendo hasta lo más alto, el nido del águila, esperando un combate con las dos motas rojas anteriores que no sabes si acabará llegando.
La rejugabilidad acerca también a la experiencia bélica: en la cuarta partida ya sabremos qué hacer, a quién dirigir a dónde, igual que el general romano que sabe que la escarcha impide la salida limpia de la espada de la funda. El reverso muestra, pues, lo peor: en la primera partida no sabía quién era qué ni qué podía hacer; la guerra era una entidad polaca, y por ello muda, una masa terrorífica e invisible que se apoyaba en la ignorancia para matarme. De mis tres personajes iniciales uno murió intentando robar a un hombre y a sus padres, que me molieron a palos. El segundo igual, en este caso acuchillado. El tercero, con la salud mental endeble, acogió a una chica sigilosa que parecía fuerte. La chica acudió a una vivienda, y excavando con la pala se encontró con unos refugiados. Temiéndose lo peor, se lió a palazo limpio, acabando con cuatro personas. La última corría por su vida cuando recibió el último palazo, pero claro, nuestra chica -yo- desconocía a quién podía llamar, qué arma podía tener guardada a saber dónde. La chica volvió abatida, ahorcándose al día siguiente. Mi último personaje, con poca habilidad para asegurar ventanas y puertas, iría sufriendo robos y heridas. Tras emborracharse por última vez lo conduciría a recintos militares, poniendo a prueba la paciencia de los soldados. Moriría bajo los disparos. 12 días duré. En esa primera partida reside la esencia del título. Los creadores de This War of Mine no han añadido un tutorial, no han permitido que puedas tener jugar más de una partida a la vez: la guerra no entiende de segundas oportunidades; la guerra, ya lo decía Primo Levi, mata a quien no se adapta. No estamos en Valiant Hearts, donde podías conducir esquivando bombas mientras oías la Danza Húngara de Brahms. Aquí la alegría se demuele.
This War of Mine continua la pincelada humanitaria de Spec Ops: the line (Yager Development, 2012) pero desde la perspectiva civil, alejada de la burocracia bélica de Papers, Please (Lucas Pope, 2013) -otra de las inspiraciones del título-, es lo que quiso pero no pudo ser Deadlight, es lo que quizá según algunos reporteros de guerra nunca pudo transmitir The Last of Us, es el Depression Quest de los conflictos bélicos: no sólo conseguirá transmitir de una manera natural la problemática sufrida por sus víctimas, sino que lo hará de una manera educativa, aconsejándose su juego en una utópica educación futurista en la que los videojuegos han alcanzado pleno reconocimiento como herramienta didáctica. Es por tanto un título que no alimenta el debate sobre la madurez del videojuego, sino que por el contrario lo mata.
Detrás de la magnitud de la obra sólo podía yacer un trasfondo equivalente: los creadores se muestran dispuestos a ofrecer copias gratuitas del juego a quien no pueda permitírselas -Pawel Miechowski, cofundador del estudio y colaborador del primer The Witcher, éxito polaco internacional, jugaría en su juventud, con su Commodore 64, a copias ilegales de juegos. Lo haría debido a la pobreza de la Polonia postcomunista-, llaman a supervivientes de conflictos bélicos para probar el juego, crean el juego a raíz de un artículo que uno de los dos hermanos Miechowski-fundadores del estudio- leería: ‘One year in hell‘, texto en el que un superviviente del conflicto de Bosnia -un 40% de las bajas serían civiles- narra que «la guerra borra la división entre buenos y malos, se trata de sobrevivir» en la Yugoslavia de principios de década de los noventa mientras describe un río contaminado por los cadáveres. Otro de los componentes del estudio tiene un abuelo superviviente del temible cerco de Leningrado en la Segunda Guerra Mundial en el que la supervivencia extrema llegó a alumbrar el canibalismo. Muchos de los miembros del estudio son varsovianos cuyos padres salieron de una Varsovia arrasada en octubre del ’44. Se interesan por ese tipo de historias: supervivientes serbios, una mujer de Sarajevo que resulta herida en los primeros días del conflicto, y es colocada en una camilla junto a otra mujer, siendo salvada por los médicos, que al tener que dosificar los medicamentos se ven obligados a elegir salvar sólo a una de las mujeres, condenando a la otra. No todo es Europa: en el propio blog del estudio un médico que estuvo en Fallujah explica su conversión pacifista.
También hay trasfondo cultural.
Tadeusz Woźniak presta el sonido a la canción compuesta por Bogdan Chorążuk, usada en el tráiler del juego, que acabaría pasando a formar parte de la cultura musical polaca.
Su letra, inspirada en la frase de Voltaire en la que habla de «un universo en el que es difícil pensar en que exista un reloj y no un relojero», define la aceptación de la volatilidad de la vida:
A kiedy przyjdzie także po mnie / And when he comes in my direction
Zegarmistrz światła purpurowy / The high Clockmaster walking steady
By mi zabełtać błękit w głowie / I’ll give my life to his protection
To będę jasny i gotowy / To face a future bright and ready
Spłyną przeze mnie dni na przestrzał / The days are running through my body
Zgasną podłogi i powietrza / With ground and air fading away
Na wszystko jeszcze raz popatrzę / I’ll take a long last look for always
I pójdę nie wiem gdzie – na zawsze / To go I don’t know where to darkness.
La propia cita inicial del juego, mencionando a Hemingway, no es postureo literario: en El viejo y el mar se exhibe, bajo la minimalista teoría del iceberg del autor, al viejo Santiago, pescador venido a menos pero con «muchos trucos y voluntad», decidido a seguir luchando contra el tiempo. Cuando el viejo le dice al pez que intenta pescar que seguirá hasta la muerte está decidiendo resistir, conseguir la pieza; está reivindicando una vejez combativa, esgrime un arpón contra los tiburones de la decadencia. En Por quien doblan las campanas vemos también estas referencias, como cuando se dice que en la guerra hay que «conservar el humor, pues es hacerse inmortal mientras uno está vivo todavía» mientras se llenan las bocas del vino que sale de las cantimploras. Se trata de combatir lo inevitable. «Cualquiera que sea el que se quede, es como si nos quedáramos los dos», le suelta un amante a otro, despejando pensamientos de muerte y soledad. Robert Jordan, protagonista de la obra, yace herido bajo un árbol, y para sí concluye, creyéndose mortalmente herido, que hay que ser positivo: «Lamento tener que dejarlo. Intenté hacerlo con todo el talento de que era capaz. Con todo el talento de que soy capaz, quiero decir», forzándose a sí mismo a cambiar el tiempo verbal, animándose, guerrillero hasta en el lenguaje. Por último, la obra de Hemingway abre con una cita de John Donne,
Nadie es una isla por completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de un continente, una parte de la Tierra. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; por eso la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas, porque están doblando por ti.
que es un alegato en favor de lo grupal, y es por ello que los desarrolladores de This War of Mine no sueltan a un único individuo en la casa sino que en lugar de ello le colocan acompañado. Impacta la inmersión de los desarrolladores polacos en el detallismo sociológico: el inventario del juego no se llama así, sino que se llama nuestras cosas.
¿Qué queda tras dejar de jugar a This War of Mine? Queda el desánimo, la víctima a la que no salvaste de ese psicópata en el hotel, los recuerdos, en suma, que le ponen a uno contra la pared, y que en la vida real -porque la guerra no es un juego– te acompañan como cicatrices invisibles junto a una mirada glauca segura de haberlo visto ya todo. Queda la guerra que nunca cambia. Queda Internet, que no te permite pensar que lo que has visto en el juego recuerda a Kosovo, sino que se está viviendo delante de tus narices, en Ucrania:
Queda como rescoldo la eterna duda humana que en sus derivaciones alimenta multitud de historias: la duda de Hamlet, el fade away de Neil Young, la rendición o la lucha. Queda la constancia de un heroísmo silencioso, real. Una conducta no sé hasta qué punto humana, pero sin duda heroica.
Pienso en Hemingway, en su defensa de la pasión -disfrutaba la caza, el boxeo, las corridas de toros-, del amor como única defensa ante la muerte:
Hemingway se suicidó a los 61. Primo Levi, aparentemente, a los 67. Decía esto Hemingway, que viviría la Guerra Civil Española desde el lado republicano, que se implicaría socialmente tras expresar en sus obras anteriores interés por el individualismo, años después de las caídas de Barcelona y Madrid:
La guerra estaba perdida de antemano, pero en una guerra uno no puede admitir, aun a sí mismo, que está perdida. Porque cuando lo admite, está derrotado; el que, al ser derrotado, rehúsa aceptarlo y lucha lo más posible, gana las batallas finales; a menos que, por supuesto, sea muerto, hambreado, privado de armas o traicionado.
Se trata, siempre se ha tratado, de luchar o rendirse. O eso creo. Qué sabré yo, en realidad. No he vivido, por suerte, ninguna guerra. No me puedo quejar, los días corren a través de mi cuerpo.
Gran artículo. Desnuda This War of Mine, un juego incómodo, de esos que no terminan cuando le das al ‘Exit’; permanece ahí, como un zumbido, como un ruido de fondo del que pierdes la cuenta hasta que, en silencio y otra vez atento, lo vuelves a escuchar. Recuerdo leer cómo Agamben citaba a Primo Levi, y su recurrente obsesión: ese sueño en el que Levi quería hablar continuamente sobre su experiencia en los campos de concentración y nadie le escuchaba. Eso hizo toda su vida, testimoniar; quizás cuando dejó de hacerlo -o no había nadie para escucharlo- y estuvo en silencio, ése zumbido se volvió insoportable.
Como decía, el artículo desnuda This War of Mine y, al hacerlo, expone más de lo que cabría esperar de un videojuego: muestra su alcance, que va más allá de la pantalla del ordenador, que está imbricado en experiencias de guerras lejanas y más cercanas, que sacude a sus jugadores más allá de los imaginable. Dentro, muy dentro. Es muy sociológico, se lee del juego en un momento dado. Y lo es. Practica una sociología de la catástrofe, esto es, y siendo directo y sin paños calientes, una sociología de cuando todo se va al carajo, a la mierda: lo social en ruinas, pura supervivencia, cuando la construcción de sentido -roto- se torna casi imposible.
La primera vez que jugué, experimenté sensaciones similares a las descritas. Primero, la falta de tutorial, te deja desconcertado, no sabes muy bien cómo funcionan las cosas, qué hacer, cómo hacerlo. Claro, en la guerra no hay tutoriales, sólo la gente que sobrevive y la que no. Recuerdo que la primera noche que fui a explorar otras localidades, como no sabía muy bien a qué me enfrentaba, llené mi inventario hasta arriba por si necesitaba algo. En seguida me di cuenta del error: no podía llevar nada de vuelta a no ser que dejara las cosas que había traído. Así es cómo te enseña el juego a sobrevivir: adáptate y hazlo rápido o no durarás mucho.
Y es en esa primera partida cuando he vivido una de las experiencias más desoladoras de las que he podido sufrir en un videojuego. Llegó un momento en el que me percaté de que no iba a sobrevivir, que todo estaba perdido. Pero el fin no era inmediato. Sabía que era inevitable, que iba a pasar, pero el sistema de juego seguía en marcha. No tenía ninguna opción. Dos de los personajes, de una depresión tan profunda, se habían bloqueado, estaban en shock. No podía hacer nada con ellos. Sólo podía manejar a un personaje que ya era un muerto viviente. Enfermo terminal, cansado, herido, sin dormir, casi sin ánimos. No había nada que hacer en la casa, apenas podía moverse, y ni si quiera podía utilizarlo para obtener provisiones de otras localidades por la noche. Y así tardé cuatro días en que todos ellos murieran. El primero cayó por las heridas recibidas después de que unos asaltantes entraran por la noche y se llevaran lo poco que nos quedaba (esos pedazos que conforman lo nuestro, metáfora perfecta del desastre). El segundo, murió por la enfermedad. Así, me quedé con la última persona disponible. Inmóvil, sin poder hacer nada con ella. Llamaban a la puerta para ofrecer intercambios, pero ni si quiera era posible abrir la puerta (¿para qué? ya no nos quedaba nada que intercambiar). Y dejaba pasar el tiempo, ni si quiera utilizaba la posibilidad de terminar el día inmediatamente. Al final, esta persona se ahorcó y ahí finalizó todo.
La cuestión es, ¿por qué seguí jugando incluso cuando no se podía jugar? ¿por qué no salir de la partida y empezar una nueva si ya sabía que no había salida posible? ¿sobrevivir cuando no es posible sobrevivir? ¿eso es lo que ocurre en la catástrofe, que tanto se ha roto el sentido de las cosas que lo único que queda es una vida -un cuerpo inerme- sin ningún atributo? En definitiva, este texto capta esa desazón, una suerte de razón desarmada, desprovista de asiento. Poderoso artefacto este This War of Mine, que nos hace pensar -y sentir- más allá de sí mismo.
Efectivamente, la primera partida es la más interesante porque muestra la afectación de la guerra en su máxima pureza. Aún no sabes cómo funciona qué, justo como las personas que sufren de golpe y sopetón un conflicto bélico. Y no puedo evitar trazar una comparativa con la depresión, que se fundamenta precisamente en una falta de voluntad, la misma que sufren los supervivientes, que deben reconstruirla como puedan para seguir siendo «competitivos», es decir, para vivir.
La lucha la tenemos hasta el final: recuerdo esa secuencia de la primera adaptación de «Millenium: los hombres que odiaban a las mujeres» en la que un secuestrador le decía a su víctima que si quería agua, y la víctima decía que sí, «por favor». Y el secuestrador le decía luego a la víctima que si se había dado cuenta de lo amable que era con su propio secuestrador. El secuestrado, incluso en sus horas finales, se agarraba a la esperanza de vivir, y de ahí la amabilidad, esperando un gesto amablemente loco del secuestrador que pudiera liberarle.
Así es, esa primera partida es una auténtica sacudida. En las siguientes ya tienes la ventaja estratégica de «haber pasado» por otras guerras. Pero con ese poder que te da la experiencia acumulada, empiezan a surgir otros dilemas: ¿hasta dónde vas a usar la lógica y la racionalidad? ¿hasta dónde vas a favorecer la maximización de tus recursos y las probabilidades de superar el juego por encima de las consecuencias que eso les pueda acarrear a otros? ¿te llegarás a insensibilizar? En ese sentido creo que This War of Mine lo borda. Te sigue presionando e incomodando a lo largo de las partidas.