La puerta estaba abierta de nuevo. Parecía mentira, pero habían pasado nueve años desde que la vio así por última vez. Fue en el verano de 1994, momento en el que el viejo salón recreativo echó el cierre para siempre. Estuvo abierto durante seis años, tiempo en el que se convirtió en el lugar de reunión habitual de los chavales del pueblo. Muchos de los recuerdos de su infancia estaban ligados a aquel pequeño local, recuerdos que se mantenían especialmente vivaces debido al gran amor que con los años había generado por los videojuegos. Recordó la primera vez que pisó aquel local, acompañado de su padre, con tan solo ocho años. Se acordó de las peleas a puñetazos que vio – también alguna en la que participó -, y también del asqueroso sabor de la primera calada que le dio a un cigarro, porque por algo se la dio allí. No le hacía falta cerrar los ojos para ver con especial nitidez los partidos del mundial de fútbol de Italia 90 que vieron por completo allí, ni para imaginar las competiciones de futbolín en las que nunca jamás, y mira que lo intentó, llegó a proclamarse vencedor. Pero lo que más y mejor recordaba eran las recreativas que el local tenía. No había olvidado dónde estaban colocadas las máquinas, qué juegos había tenido el salón, cuáles eran los más conocidos entre los chicos del lugar.
Aquellos recreativos cerraron de manera repentina, sin previo aviso, dejando sin lugar de reunión a todos aquellos chavales ya no tan chavales. Pero ahora estaba abierto otra vez, siete años después, aunque el polvo blanco que se veía al trasluz y el ruido de golpes que provenía del interior no auguraban nada bueno… Asomó su cabeza por la puerta sorprendentemente abierta para ver cómo una cuadrilla de obreros machacaba sin piedad el ya irreconocible local. La pequeña sala que se usaba como oficina de cambio no existía. No había rastro de las máquinas -mucho menos del billar- en aquella ya diáfana construcción arrasada.
Enfiló el camino a casa sin dejar de darle vueltas a lo que acababa de ver, fruto de la casualidad. Desde que el salón cerró rara vez pasaba por aquella calle, aunque el que hubieran trasladado la oficina de Correos a un local cercano –y que su madre siguiera comprando cosas a través de la teletienda y mandándole a él a recoger los envíos– había propiciado aquella serendipia. Una pregunta rondaba su mente, de manera incesante: “¿Dónde estarían las máquinas?”. Durante años disfrutó imaginando que quedaron dentro del local, cautivas, esperando a que alguien se hiciera cargo del negocio y lo reabriera, pero aquel descubrimiento tiró por tierra aquella ya vaga esperanza. Estaba claro que tendrían que estar en algún sitio, tendrían que haberlas sacado, pero… Se dispuso a investigarlo sabiendo que no le costaría mucho esfuerzo, al fin y al cabo aquello era un pueblo y se conocían todos. Cuando llegó a casa fue directo al salón, en busca de su padre.
– Papá, ¿sabes quién ha comprado el local donde estaban los recreativos? He pasado hoy por allí y están haciendo obras…
– No lo ha comprado nadie, siempre ha sido de Braulio, el constructor. Antonio, el dueño de los recreativos lo tenía alquilado.
– ¿Ese local es de Braulio?
– Hombre, seguro del todo no estoy pero me extrañaría que lo hubiera vendido. Pregúntaselo cuando le veas a ver qué te dice.
Deambuló durante varios días por las calles más céntricas del pueblo esperando encontrarse con el constructor en su camino. Era amigo de la familia, podría abordarle y preguntarle sin problemas. Podría haberlo hecho hacía años, cuando le hubiera dado la gana, si hubiera sabido que el inmueble era suyo y ahora que necesitaba encontrarlo el viejo no aparecía… Tardó dos días en tener éxito, momento en el que le vio comiendo en un restaurante. Entró a la carrera, no se lo pensó dos veces.
– Hola Braulio, perdona que te moleste, quería preguntarte una cosa.
– Hola, ¿cómo estás? Hacía mucho que no te veía. Siéntate y dime qué necesitas.
– No hace falta, te entretengo sólo un segundo… Quería preguntarte por el local de la calle Río, ese en el que están haciendo reformas. Mi padre me ha dicho que es tuyo.
– Sí que lo es, sí. El viejo salón recreativo, ¿es ese, verdad?
– El mismo. Quería preguntarte por las máquinas. El dueño cerró de un día para otro, así que siempre he pensado que las máquinas se quedaron dentro durante todos estos años, pero hoy me he asomado y ya no están allí… ¿Las habéis sacado para hacer la reforma?
– No, qué va, no las hemos sacado ahora. Las máquinas se quedaron allí, estuvieron dentro del local durante un tiempo porque Antonio no se las llevó, cerró y desapareció de un día para otro. No sé si sabes qué le ocurrió, su mujer se puso muy enferma y se mudaron a su tierra, a Cantabria.
Se sintió mal por lo que escuchó. Siempre le había dado pena que el salón recreativo cerrara, pero nunca se paró a pensar por qué lo habían cerrado. Nunca tuvo mucho trato con el dueño, no se le veía mucho por el local, pero no por ello le agradó oír lo que Braulio le contaba. Antonio siempre había tenido empleados en el negocio. No en vano los chavales bautizaron el local como “Los recres de Tejero” debido al gran bigote que lucía el encargado que tenían contratado.
– Entonces, ¿habéis sacado las máquinas para hacer la obra? ¿Cuándo ha sido eso?
– No me he explicado bien. Sacamos las máquinas a los pocos meses de cerrarse el negocio. Teníamos que dejar el local vacío para enseñárselo a posibles compradores, pero lo cierto es que poca gente lo ha visto hasta ahora. Pero al final ha habido suerte, lo hemos alquilado y van a poner una óptica.
Se temió lo peor. La siguiente pregunta era obvia.
– ¿Y dónde dejasteis las máquinas? ¿Las tirasteis?
– No, no las tiramos. Están en uno de los almacenes de construcción que tengo, en el del polígono de Colmenar. ¿Te interesan los cacharros esos?
No se creía lo que oía.
– Sí, mucho, la verdad. Me gustaría conseguir una de esas máquinas, si a ti no te importa…
– Claro que no me importa. Hagamos una cosa: ven a verlas cuando quieras, a ver cómo están porque no sé si se podrán aprovechar. El martes estaré en la oficina, pásate y te lo enseño todo. ¿Te parece bien?
– Me parece genial. Gracias Braulio, nos vemos el martes.
Faltaban aún tres días y no podía pegar ojo, los nervios no le dejaban dormir. Se quedaba despierto buena parte de la noche imaginando qué encontraría en aquella nave, un fantástico botín que seguro desataría una buena pila de recuerdos. Fantaseaba, lo hizo hasta llegar el martes. No le hizo falta madrugar para presentarse en el sitio acordado. Cogió su coche y condujo hasta allí. Llegó pronto, no podía ser de otra manera. La nave de la empresa constructora era muy grande y alta, y servía para almacenar materiales y maquinaria de construcción de todo tipo. Había oficinas en la parte superior, zona que contrastaba con la quietud y el silencio de la planta baja de almacén. Braulio le estaba esperando. Bajó las escaleras metálicas que conectaban ambas áreas y le pidió que le acompañara. Se dirigían a la parte trasera de la nave, a la zona exterior. Braulio abrió el portón metálico y lo arrastró para mostrar un paisaje desolador. Las imágenes que había creado en su cabeza durante los días previos desaparecieron de un plumazo. Ante él estaban las 22 recreativas del viejo salón, pero no precisamente como el las recordaba…
– Aquí las tienes. Las sacamos del local las dejamos aquí para que no estorbaran. No sabíamos qué hacer con ellas y ahora me imagino que ya no valdrán para nada.
Todas aquellas recreativas habían estado a la intemperie durante siete largos años, a merced del frío, la lluvia, la nieve, el polvo, las solanas más extremas y las corrosivas cagadas de pájaro. Estaban llenas de polvo, llenas de mierda. No era capaz de definir cómo se sentía: las máquinas habían sobrevivido, pero a qué precio. Aquello le partía el alma.
– He pedido a mi capataz que las saquen y las tiren al vertedero, así que puedes llevarte lo que te dé la gana. Después de hablarlo contigo el otro día me di cuenta de que no tenía sentido seguir almacenando aquí esta chatarra. Mañana se las llevan, así que aprovecha lo que puedas. Coge lo que te dé la gana.
Las que mejor se conservaban eran las que habían ido a parar bajo el techo de verde Uralita pegado a la nave. Era imposible que las que estaban en plena parcela, dentro de una frondosa hierba que casi le llegaba a la rodilla, sirvieran aún para algo que no fueran piezas, quizá ni eso.
– Gracias, Braulio. A ver qué puedo hacer con ellas.
El constructor le dejó solo, momento en el que se detuvo un segundo para determinar qué hacer a partir de ese momento. Lo principal era probarlas, así que salió de la nave, cogió su coche y condujo hasta su casa de nuevo. Durante el corto viaje rezó porque alguna de aquellas estropeadas todavía máquinas funcionara. Aquel tenía que ser su día de suerte; iba a serlo, había que ser positivo. Pensó en coger la caja de herramientas de su padre para arreglar las que estuvieran averiadas, pero ¿para qué, si no sabía arreglar ni la cisterna de un váter? Lo que necesitaba en realidad, dadas sus posibilidades, no era más que un alargador, kilométrico a ser posible. Enchufaría todas y cada una de aquellas máquinas y esperaría a ver qué pasaba, no iba a poder hacer mucho más. Cómo le fastidiaba recordar lo poco mañoso que era para esas cosas. Regresó a la nave a toda prisa, dejando el coche medio tirado en la calle. Buscó un enchufe en la nave, extendió el cable alargador y empezó a probar las máquinas, una a una. Las primeras pruebas no fueron satisfactorias, ninguna funcionaba. De repente oyó un característico zumbido, ese que tantas veces había oído cuando llegaba al salón recreativo justo cuando abrían y el encargado enchufaba de golpe todas las máquinas.
– El monitor…
Se levantó y miró fijamente la pantalla llena de polvo. Era una máquina Cirsa Láser, un cabinet bastante popular en el que había podido jugar a clásicos como Toki, Hippodrome, Pang pero también infamias como D.J. Boy, ese juego de patinadores que duró menos de una semana en el salón. Pasó la mano por el cristal para quitar el polvo, algo asomaba en la pantalla. La imagen se veía borrosa, pero poco a poco empezaba a aclararse. La máquina se encendía y se oía la música que producía, lo que ya era un gran paso. Aquel mamotreto había sobrevivido a todas aquellas penalidades. De repente Tetris apareció ante sus ojos, lo que confirmó definitivamente el milagro: aquella recreativa funcionaba a la perfección. Quiso jugar una partida pero no pudo, ya que el monedero estaba cerrado y no había rastro de la llave. Tampoco podía echar una moneda: la máquina sólo aceptaba pesetas. Sonrió al comprobarlo y siguió probando las máquinas, confirmando lo que se esperaba en un primer momento: la mayoría estaban inservibles. Le daba pena descartar las que no se encendían, estaba seguro de que tendrían arreglo, quizá hasta sencillo, pero no podía hacer otra cosa. Le apenaba pensar que en unos días todas irían a la basura. Mientras estaba agachado buscando el interruptor de una de las máquinas alguien le tocó en el hombro. Se giró rápidamente, asustado.
– Hola. ¿Qué haces?
Un tipo con traje marrón le miraba. Llevaba una corbata de paramecios de hacía veinte años, con un nudo muy pequeño que le hacía parecer cabezón. No tenía ni idea de quién era, pero parecía un administrativo de la oficina. Era un empleado, eso era seguro. Se levantó y le respondió.
– Estoy comprobando estas máquinas recreativas. Braulio me ha dado permiso.
– Ah, muy bien, muy bien… ¿Las estas reparando?
– Bueno, lo estoy intentando. La verdad es que no están muy bien. Llevan mucho tiempo aquí en la calle y muchas no funcionan.
– Sí, bueno, escucha… ¿qué te iba a decir? Mira, yo trabajo en la oficina de arriba. Ahora tengo que subir a hacer unas cosas pero luego cuando pueda bajo y me dices cuál de estas máquinas está en mejor estado para que me la pueda llevar esta tarde a mi casa. ¿Te parece?
Arrugó la frente ante tal petición. ¿Quién era este gilipollas? ¿Justo hoy se tenía que interesar por las dichosas recreativas? Valiente aprovechado. Como no sabía quién era prefirió no complicarse.
– Eh, sí, sí, claro, cómo no… Déjame revisarlas todas y lo vemos, acabo de empezar a probarlas. Me llevará toda la mañana, eso seguro.
– Muy bien, muy bien. Búscame arriba cuando acabes.
El hombre se metió en la nave y desapareció. Una puta mierda te voy a dejar, pensó, y siguió con su tarea. Debía darse prisa en acabar, no fuera a aparecer otro tipejo de la oficina con la misma gran idea. Siempre podría contarle lo que había ocurrido a Braulio, a ver qué le parecía, pero pensó que era mejor no darle problemas al dueño. La mala leche que le había entrado con aquel inoportuno encuentro se evaporó al oír ese agradable zumbido de monitor de nuevo. Ya eran dos los supervivientes de aquel desastre. Esta vez era una VideoTres, un mueble no muy grande con tres botones de colores. Mientras la imagen de la pantalla intentaba volverse nítida ante él recordó sus partidas a Snow Bros, a Golden Axe y también a Shadow Dancer, que fueron algunos de los juegos que pasaron por aquel cabinet. El monitor se encendía, pero la imagen se veía borrosa. No podía reconocer qué juego se mostraba pero daba igual, también funcionaba. Arrastró la máquina como bien pudo y la separó de las que ya habían fenecido definitivamente. La última máquina que probó fue una Videosonic, la mejor máquina que había en el salón. Era la más grande y la más majestuosa, también la que mejores controles tenía, pero en realidad se convirtió en la favorita de todos porque siempre albergó Street Fighter II, el juego del salón con más éxito, de lejos. La enchufó despacito, como si aquello fuera a maximizar las posibilidades de funcionamiento, pero no se encendió. Era una pena. Al incorporarse se dio cuenta de una cosa que no había pensado hasta ese momento: la mayoría de las máquinas no funcionaban, pero ¿qué pasaba con los juegos? Las placas estarían dentro, bien conservadas, casi seguro. Tenía que sacarlas una por una y llevárselas para probarlas. ¿Cómo narices iba a abrir las tapas traseras si no tenía las llaves?
Su puta madre…
Necesitaba un taladro. Perforaría las cerraduras, o mejor, la formica de alrededor para sacar el bombín con facilidad y abrirlas sin problemas. Podía ir a casa a por herramientas de nuevo pero perdería mucho tiempo. También podía arriesgarse y subir a la oficina a pedir un taladro, a fin de cuentas aquello era un almacén de construcción, algo debían tener. ¿Y si se encontraba con el idiota de antes? Decidió arriesgarse. Subió despacio, atento por si se encontraba con aquel tipejo, pero rápidamente dio de bruces con una mujer que hablaba por teléfono, detrás de una puerta acristalada. Esperó a que acabara la llamada y se presentó.
– Hola, estoy aquí revisando las máquinas del patio. Soy amigo de Braulio.
– Sí, hola, me ha comentado que estarías por aquí hoy. ¿Qué necesitas?
– ¿Me podríais dejar un taladro, si es que tenéis alguno por aquí?
– Oh, sí, claro que tenemos. Baja conmigo.
Le llevo a una zona de estanterías y buscó una caja blanca. Dentro había un taladro antiguo. Serviría.
– ¿Te vas a llevar las máquinas?
Vaya, otra subnormal que quiere aprovecharse.
– No, sólo estoy comprobando como están para ver qué se puede hacer con ellas. La verdad es que no están muy bien. Necesito el taladro porque no tengo las llaves y no puedo abrirlas. Tengo que revisarlas por dentro.
– Ah, vale, te lo digo porque aquí había una caja con cosas que creo que son de las máquinas esas. Lleva aquí unos cuantos años, a ver dónde está…
La mujer revolvió unas cuantas estanterías muy afanada hasta que localizó y arrastró una caja de madera sin tapa que contenía un buen montón de placas de color verde. Estaban apiladas de mala manera.
– Mira, esto es lo que te decía. Échale un vistazo.
No se creía lo que la mujer le mostraba. Allí tenía una buena pila de juegos que podría llevarse. No había duda, hoy iba a ser su día de suerte.
– Oh, sí, gracias. Esto es de las máquinas, me sirve para lo que estoy haciendo.
La mujer le sonrió cuando le dio las gracias, para luego desaparecer por la escalera de metal, rumbo a la oficina. Se quedó algo fastidiado por haberla prejuzgado, pero se le pasó rápido cuando se quedó solo mirando el cajón. Se quedó maravillado viendo el botín que había encontrado por casualidad. Allí había un buen número de juegos, aunque no sabía si funcionarían. La caja pesaba mucho, así que la arrastró al lado de las dos recreativas que había separado, las que funcionaban. Volvió a la zona de estanterías para coger el taladro. Lo conectó al alargador y empezó a perforar la madera trasera de los muebles. Una a una fue abriendo todas las tapas y desenchufando las tremendas placas Jamma que encontraba en cada arcade. Nunca había visto ninguna, no las imaginaba ni tan grandes. Intentó descubrir qué juegos eran, pero no había forma, no llevaban ninguna indicación. Una llevaba el logo de SEGA en sus chips, otra el de Konami en una pegatina; casi muere de la emoción al descubrirlo. Juntó todas las placas en el cajón, con las otras que había “encontrado”. Ahora pesaría más, pero daba igual, ya se las apañaría para sacar todo de allí. Palideció al generar ese pensamiento. ¿Cómo iba a sacar todo aquello de allí? Dos recreativas y una caja de madera que pesaba un huevo… Tenía que pensar algo. Entonces se acordó de Alberto. Sacó el móvil y buscó su número.
– Alberto, tío, tienes que ayudarme.
– ¿Qué leches pasa? ¿No estás en clase?
– No, estoy en el polígono de Colmenar y necesito que vengas aquí con la furgoneta de tu padre. Tengo dos recreativas que tengo que llevarme a casa como sea.
– ¿La furgoneta de mi padre? ¿Tú estás tonto? ¡Si me acabo de sacar el carné! Si le hago algo me mata, es la que usa para ir a Mercamadrid todos los días.
– No me fastidies, en el coche no me entran, son grandísimas. Échale huevos, joder, que el sitio está aquí al lado y no va a pasar nada. Mira, te vienes a la hora de la comida, a las 14:00 cuando cerréis la pescadería y tu padre se vaya a comer, y en media hora lo hemos hecho…
– Joder, que no, que me mata si nos pasa algo…
– Venga, que te doy una máquina para ti.
– ¿Y para qué coño quiero yo ese trasto? Si me presento en casa con una recreativa lo mismo es hasta peor…
– Tío, tienes que hacerme este favor…
– Bueno, venga, lo haré. Dime la dirección y en un rato voy para allá.
Ese rato era el tiempo que tenía para sacar todo aquello fuera de la nave y dejarlo en la calle a la espera del transporte. Miró el reloj, tenía unos 25 minutos. Aquello no iba a ser fácil. Buscó una carretilla o algo parecido por la nave pero no vio nada que le ayudara a sacar todos aquellos kilos de videojuego rápidamente. Tocaba arrastrar y empujar, salir de allí lo antes posible e intentar no cruzarse con nadie más de la oficina por si acaso. A las 14:06 ya tenía todo fuera de la nave, a la espera de su amigo. No se sentía cansado, los nervios evitaban que esa sensación le hiciera venirse abajo ahora que faltaba tan poco para que aquello acabara bien. La furgoneta del hijo del pescadero apareció al fondo de la carretera. Paró justo delante de él, al lado de la acera. Su amigo no estaba muy contento con el plan, y lo estuvo aún menos cuando comprobó que sin su ayuda para subir las pesadas recreativas a la furgoneta no podrían irse de allí. No entraban bien del todo, eran muy grandes, y tumbarlas y apilarlas era una misión imposible.
– Que no entran, joder. Mete sólo una y vámonos.
– ¿Qué dices? ¿Cómo vamos a dejar una máquina recreativa aquí en la calle?
– Pero es que no entran, ¿no lo ves? La puerta no cierra, no vamos a ir con la furgoneta abierta por la carretera. Coge la que quieras y vámonos.
El final de aquella aventura iba a tener su punto dramático: tendría que dejar abandonada una máquina allí, en plena calle. Por un momento se le pasó por la cabeza avisar al de la oficina que le había dicho que le guardara una.
Que le jodan, que la vea aquí y se la lleve a su casa si quiere.
La elección le costó menos de lo que podría parecer en un inicio. No tuvo que pensar mucho para decidirse por el modelo de Cirsa. Era más grande, más bonita, estaba mejor conservada y además el monitor funcionaba a la perfección, lo había probado.
– Nos llevamos esta. Ayúdame a cargarla.
La cargaron en la furgoneta levantándola a pulso; pesaba un quintal. El olor de la furgoneta no ayudaba a la tarea, pero esta vez no dijo nada, no quería molestar a su amigo ahora que le estaba haciendo ese gran favor.
– ¿Qué pasa, hijoputa? ¿Ahora no te molesta el olor a pescado, eh? Ojalá se le quede el olor a la máquina y lo tengas que oler toda la vida…
– Cállate y sube, gilipollas. Conduce hasta mi casa, la dejamos y te piras.
Cogió la caja de madera a pulso y la subió a los asientos traseros de su pequeño coche verde. Arrancó el motor y siguió la ruta que ya había iniciado su amigo con la furgoneta, dirección a su casa. Al llegar, y no sin esfuerzo, bajaron la pesada máquina al suelo de la calle, y después la metieron por la puerta principal del chalé.
– Tu padre te mata cuando vea este muerto aquí, en mitad de la casa…
– Bueno, ese será ya el menor de los problemas, ya me encargaré de liarle para que no me diga nada. A ver si me deja subirla a mi habitación….
– Suerte con ello. Me largo pitando. Me debes una.
Le dijo adiós a su amigo dándole un millón de gracias por la ayuda. Por improvisada que hubiera sido su participación en aquello estaba claro que sin su colaboración no habría conseguido nada. Entró de nuevo en la casa y miró fijamente la ajada recreativa. Agarró la palanca de control y puso los dedos en el primero de los botones, llenos de polvo y suciedad; originalmente eran blancos, pero ahora nadie lo diría. Como si de alguna forma aquello le hubiera dado acceso a la memoria del mueble, cientos de agradables recuerdos invadieron su cabeza al tocarla. Pura transferencia. Pensó en todo el trabajo que aún tenía por delante, en la limpieza, en las pruebas, en cuánto esfuerzo debería invertir para intentar dejarla como una vez estuvo – o de la manera más parecida posible – y también en el discurso con el que debería convencer a su familia para que le dejaran conservar aquel tremendo mueble en el hogar familiar. Fue entonces cuando se dio cuenta de que casi por casualidad y no sin alguna dificultad estaba de nuevo delante de una parte muy importante de su infancia, de su vida. Sonrió fuertemente cuando asimiló que desde ese mismo instante tenía una recreativa en casa, su propia máquina recreativa, uno de sus juguetes favoritos.
Cuando alguno de sus amigos va a casa de sus padres y descubre la recreativa que aún sigue estando allí se esmera en explicar que aquella no es una recreativa cualquiera, sino que es una de las que conformaron el salón recreativo de su infancia. “Esta es una a la que yo jugaba, pero de verdad”. Una mezcla de orgullo y nostalgia le embriaga cuando lo cuenta, y más aún cuando la enchufa y juega con ella, aunque sea muy de vez en cuando. Es una de las máquinas de su vida.
Este verano se cumplen 23 años del cierre aquel salón recreativo.
Mil gracias por el relato. Me ha hecho pasar un buen rato recordando los salones de recreativos de cuando era niño. Yo también mataría por uno de esos cacharros originales del salón al que más iba con mis amigos….
Qué gran relato y qué buenos recuerdos. Lo que daría yo por hacerme con una de las viejas recreativas de cualquiera de los pubs de mi pueblo…
Mucho tiempo y muchos recuerdos están unidos a cualquiera de esos cacharros
Tremendo. Lo he leído con el corazón encogido, tanto por la nostalgia como por la tensión de ver si al final conseguirías llevarte la recreativa.
Los recreativos a los que mas cariño les tenía de mi pueblo cerraron hace ya unos tres o cuatro años para siempre y los convirtieron una zapatería. El otro día, curiosamente, me crucé con el dueño y estuve recordándole los tiempos en los que yo era un chiquillo y correteaba por allí. Me contó algunas cosas pero, por desgracia, no tuvimos mucho tiempo y no pude charlar con él tanto como me hubiese gustado.
Aquel lugar era tremendamente mágico. No había nada como el sonido de todas las músicas mezcladas, los efectos sonoros, las bolas de futbolín y de pinball rebotando, y las risas de la gente.