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20 de enero

The Last Of Us es un buen juego. Lo he sabido con la segunda ronda, jugando en fácil, ocupado únicamente en la trama contextual. Tenemos un macho alfa que consume porn magazines homosexuales, chicas manifestando con palmaria evidencia que el pensamiento coherente y lógico es el posicionamiento crítico feminista, tenemos caníbales de manual y antihéroes legitimando sus disolutas motivaciones. Tenemos también un falso protagonista tan ciego como los cordys que combate, pero ciego de egoísmo. Si algo diferencia a los niños de los adultos, es que éstos segundos mienten mejor. O que nos dejamos engañar, bien por el bagaje que arrastra cada uno, bien por conveniencia. The Last Of Us se blinda de las querencias de otros, del yermo narrativo inherente en sus principales competidores.

Quiero hablaros de una escena cercana al final del juego. Ya conocen eso de los spoilers, así que iré al grano: por conveniencia cerramos los ojos. Joel poco a poco se deja invadir por la ira, por el todo vale, a hija muerta hija puesta y, en su escalada de venganza y sentido de supervivencia, nos plantamos ante un hospital de guerrilla que nos promete la cura de la Humanidad (en mayúscula). Para ello, el mito de la virgen sacrificada, sintetizar enzimas, ingeniería inversa. Joel no lo acepta y se pone bruto: bastante caro el precio que ha pagado para quedarse sin zanahoria al final del palo. Uno de los cirujanos nos amenaza con el bisturí, aunque nada más. Nosotros, los jugadores, hemos sido acusados de muchas cosas durante el largo periplo, pero sobre todo de genocidas, sin lecturas laterales. Y cuando podríamos elegir, el juego nos dice que no, que hay que apalizar a LOS TRES y llevarse a la damisela en brazos: no es misoginia, es conducir al personaje hasta sus últimas consecuencias. No hay vuelta atrás. Somos un barbudo hermético, bloqueado emocionalmente, de prolijas cicatrices; la moral es un tamiz desdibujado donde colar nuestras fatuas aspiraciones.

Bien. Pues os diré que esa violencia no me pertenece. Cuando hablan de personajes humanizados, se refieren a roles más-o-menos definidos. Para mí, Joel siempre fue un secundario. Al menos cuando entró en juego Ellie y la epopeya se diluyó entre cabezas gachas y gritos de auxilio, frente a su pertinaz talento en vivir, aquello a lo que su madre la invitaba, a cualquier precio. Ellie al menos es honesta, la cara de la cruz. Esos cirujanos, acongojados, que confesaban en una grabación las manos temblorosas y la garantía furtiva, no merecían morir. Ustedes se preguntarán, ¿me está diciendo, remilgado crítico de quinta fila, que después de la carnicería del piso ulterior, no quiere disparar a tres paramédicos, tres pseudomilitares con bata? Pues no.

Ellie acepta la mentira, vive con ella. Tan sumisa como el jugador. Ellie tal vez aprenda a tocar la guitarra para higiene mental de Joel, o natación, más práctica en tiempos apocalípticos. Ellie perdió a su amor, igual que Joel. Cada uno está roto a su manera, y el tiempo no pasa por un reloj roto: las heridas nunca terminan de curar. Pero la violencia no persigue a Ellie. Ella obedece, dócilmente, durante el 85% del juego. Ella es parte de un plan mayor, moneda de cambio, engranaje en una gigantesca maquinaria fabulada que se resume en aquella expresión francesa aplicada a los aventajados: avant-garde. The Last Of Us es un juego vanguardista en términos plásticos, ofrece silencios cargados de esporas, procedimental, silencios donde el jugador puede escuchar el eco de sus aspiraciones. Y no me sirve. Quiero bajar mi dieta homicida, no quiero las manos manchadas del terror de otros. No quiero salvar el mundo, quiero salvar un alma torturada, meta harto más compleja. Humanidad es sinónimo de empatía. Por conveniencia cerramos los ojos. Pero The Last Of Us, al menos, es un buen juego.

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