Gamergy

Todos son uno. Todos son la masa. La masa es un gigante que se mueve, convulsiona, patalea y da palmas. La masa está formada por personas. Es complicado individualizarla. La mayoría son chavales de quince, dieciséis, diecisiete años, adolescentes en su mejor y peor etapa. Hay niños, con sus padres, preadolescentes, seres menudos en camiseta y bermudas. También hay niñas, preadolescentes, adolescentes al borde de la adultez terrible. Hay más paridad aquí, entre las sillas de plástico y las gradas de metal, que encima del escenario, aunque sigue habiendo una evidente desigualdad. Y toda esta masa contempla una pantalla. En silencio. Si no fuese por la música, por el ruido, por la cantidad de voces que vienen de más allá del espacio donde se juega la final.

Están todos reunidos en la Institución Ferial de Madrid, conocida como IFEMA. Es un conjunto de grandes naves que se llenan de eventos como la Madrid Games Week, FITUR, ferias de automóviles o de cultivo de frutas. Hoy, en la nave número 4, IFEMA alberga Gamergy: las finales de liga de un puñado de videojuegos, pertenecientes a Liga de Videojuegos Profesionales española. Este es su octavo año, aunque para mí sea el primero en el que tengo noción de que esto existe. Ricardo ya había estado el año pasado, así que puede asimilar mejor que yo lo que estamos contemplando.

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Escenario de la LVP antes de que empezara Gamergy 2015.

Lo que contemplamos es una masa, que a su vez observa de forma apasionada la final del League of Legends. En directo, allí mismo. Pueden ver a sus ídolos, quizá jóvenes promesas, quizá al borde de la jubilación. Los dos equipos encima del escenario se identifican por colores: los rojos y los azules. Cinco muchachos en cada uno. Ninguno tiene aspecto de llegar a la treintena. Es ese chaval del instituto del que era fácil reírse porque hacía cosas que el resto no entendía. Ahora todos somos ese chaval y envidiamos cómo le montan un espectáculo y desarrollan una épica sólo para él. Los equipos, primero Talius xPerience, luego Over Gaming, bajan de lo alto de las gradas. Pasan junto al público. Este, la masa, estira sus brazos y sus manos para tocarlos o chocarles las cinco. Se ponen de pie sobre las sillas en las que se sentarán durante hora y media para sacarles fotos o vídeos. Luces, gritos, cánticos paganos. ¿Quién es esta gente?

En el League of Legends cada equipo controla una mitad del mapa. Y cada jugador controla un personaje, un héroe, un champion. El objetivo es derribar la torre situada en la base enemiga, al otro lado del mapa. Hay tres caminos (uno superior, uno medio y uno inferior) y jungla entre ellos. Cada enemigo tiene dos torres defendiendo estos caminos y otro puñado en su base. En League of Legends la partida no comienza hasta que ya llevan quince minutos. Se suelen acabar en 45, más o menos. La final es al mejor de cinco.

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El público animando durante la final del League of Legend.

Un héroe enemigo cae. Primera sangre, reza el juego. La masa se emociona, aplaude. O rabia y maldice. Cada uno tiene a su equipo favorito. Los e-Sports funcionan igual que el deporte tradicional. Quizá funcione mejor, de cara al aficionado. Pese a que hay un deporte rey (este LoL), el mismo día se podían ver otra media docena de finales profesionales. Y unas cuantas de amateurs. Se potencia mucho la participación de los fans. La gente que va a contemplar también quiere participar. Ese terreno se cubre sin problemas. Todo esto tiene como añadido la cultura otaku: canciones en japonés, concurso de cosplay, referencias a animes o manga. Uno no sabría decir qué fue antes.

El comentarista comienza a acelerar. Hay dos. Uno de ellos tiene el tempo, el ritmo y la fuerza de un Carrusel Depotivo cualquiera. Narra lo que sucede pese a que vemos lo que sucede. Pero es parte de la puesta en escena. Le da emoción, le otorga vigor al conjunto. Con cada baja, la masa agita sus aplaudidores, unos globos de plástico que al ser golpeados producen un ruido similar a unas palmas, pero intensificado, como si fuesen cigarras. Como si ese movimiento fuese lo que mantiene los ordenadores encendidos, otorgando electricidad al lugar.

No puedo evitar llevar el ritmo con las manos. Formo parte de ellos. Es contagioso. Es parte de lo que somos. Al menos, de lo que nos han enseñado a ser. Estar en el grupo, formar algo más grande. Miro impaciente la partida, aunque entienda tan sólo a medias lo que está sucediendo. Me cuelo hasta el mismo escenario, viendo cómo juegan. Sus dedos funcionan como los de un pianista. Una mano en el teclado, la otra en el ratón, la mirada fija en la pantalla, gritando órdenes por el micrófono al resto de su equipo. Todo a la vez. La capacidad para la multitarea, el control y la mente fría que deben tener me sorprende. Desde el escenario contemplo a la masa. Y la entiendo.

Tienen algo suyo, algo que les pertenece por el simple derecho de estar ahí. Es suyo porque nadie más lo quería. Porque el resto lo desprecia. Porque resumirlo en dos mil personas mirando a diez chavales jugar al ordenador es tan ridículo como los millones que ven a 22 tíos dándole patadas a un balón. Hay algo más, quizá místico, quizá orgánico. Quizá tan sólo sea la construcción mítica en la que se envuelve todo. Es el deporte del adolescente del primer mundo en el siglo XXI. Tenía que serlo. Igual que el fútbol nació entre la burguesía inglesa a mediados del XIX. Es una consecuencia lógica.

Talius xPerience se coloca por delante. Gana dos juegos y, a los 20 minutos de la tercera partida, está muy cerca del final. Ya ha derribado cuatro torres enemigas y está entrando en la base rival y haciendo lo que quiere. El otro equipo comete fallos pequeños, pero fundamentales. El staff del Gamergy empieza a sacar confeti desde detrás del escenario, presuponiendo, como hacemos todos los demás, la llegada de lo inevitable.

—Pero. ¿qué está haciendo ese jugador? ¿Se ha vuelto loco? —grita el comentarista, mientras dos héroes machacan a un rival sin piedad.

No es que estuviesen locos, es que estaban desesperados. Talius entra por la senda de arriba con todos sus campeones y unos cuantos minions, NPCs de cada equipo que salen cada equis tiempo (los jugadores seguro que saben cada cuánto) por las tres sendas y se enfrentan a los minions del otro equipo. De repente, en una mala jugada, Over Gaming pierde a todos sus personajes. Talius entra hasta la cocina, arrasando con todo lo que ve a su paso. Es el final.

Los cinco chavales se levantan de sus asientos, sonriendo, felices. Ni entre los cinco podrián darte una paliza si te ven por la calle, pero son los ganadores del League of Legends en la temporada 2015 de la Liga de Videojuegos Profesionales. Las cámaras se colocan debajo de ellos mientras reciben el trofeo y el confeti vuela. La gente aplaude, festeja brevemente la victoria. Los fotógrafos se quejan porque las luces de discoteca parpadeante no les dejan sacar una foto en condiciones. A los diez minutos ya no queda nadie allí.

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Trofeo de la final de League of Legend.

Hay una gran diferencia con el Counter Strike: Global Offensive. Aquí, los jugadores son hombres que fácilmente rozan la treintena, con barbas, más grandes, más adultos. Parece que su propia presencia quiere indicar que este no es un juego para niños. Que no se andan con tonterías. Del más del millar de espectadores pasamos al centenar escaso. La emoción es mayor porque comprendo mejor el juego y las estrategias a tomar.

En el Counter dos equipos de cinco jugadores se enfrentan para truncar el objetivo del rival. Por un lado, los terroristas, cuyo objetivo es activar una bomba en una zona del mapa y defenderla hasta que detone o acabar con el equipo rival. Este, los contra-terroristas, tienen que acabar con el rival o desactivar la bomba una vez activada. También pueden esperar a que el tiempo de la ronda (minuto y cuarenta y cinco segundos) se acabe, ganando automáticamente. La estrategia para estos últimos es la paciencia. Saber qué posiciones deben cubrir en cada mapa y mantenerlas. Pero también saber rotar, llegado el caso.

Epsilon comienza en Cobblestone siendo contra-terrorista, mientras que x6tence (otro día hablaremos de los nombres de los equipos y los nicks de los jugadores) juega en el papel de terrorista. La superioridad de Epsilon se demuestra en la primera mitad del primer juego. Son tres partidas al mejor de 30 en cada una. A las quince, los equipos cambian sus papeles. x6tence es incapaz de plantar bombas o de atacar decentemente. Epsilon, en una ronda, llega a eliminar al 80 por ciento del otro equipo con sólo un jugador. Uno de ellos grita, levantando el puño en alto, con fiereza. El público no está de su parte. Siempre me han gustado los que no tienen la simpatía del público.

La primera partida acaba con un 16-4 (o similar, la emoción provocó que me olvidase de apuntarlo) a favor de Epsilon. Estos han sabido ser pacientes, dejando que el otro equipo arriesgue y muestre su posición en situaciones desesperadas. No les han dado espacio de acción y, lo que es peor, les han hundido económicamente. Counter, como tantos otros juegos, se acaba resumiendo en una cuestión monetaria. Si tienes dinero, compras armas. Si tienes armas, tienes ventaja. Si tienes ventaja, conseguirás ganar. Si ganas, tienes dinero. Y, lo mejor de todo, evitas que tu rival lo consiga.

Se demuestra esto en la siguiente partida. Epsilon se planta con un 15-5 (otra vez, la emoción me impide confirmarlo del todo) en el punto álgido de la partida. Matchpoint. Pero ha perdido las últimas rondas y no tiene dinero para comprar armas. Como el juego les es favorable, no compran nada. Ni una granada, ni un chaleco kevlar. Juegan a perder. Perdiendo también consigues dinero, lo cual te permite ahorrar y en dos rondas volver a pertrecharte de armamento. Tienen aún diez rondas por delante. Con ganar una sola, ganan la final.

x6tence, por su parte, están ansiosos por ganar esas diez rondas. Empatar, al menos esta partida, y llegar a la última. Subirse un tanto en su marcador. Saben, o supongo que intuirán, cuál es la estrategia de sus rivales. Así que al menos esa ronda la tienen asegurada. Y les puede la impaciencia, el acabar rápido. Una baja a favor de Epsilon. Otra. Portan tan sólo la pistola básica del contra-terrorista. Lo peor no es que estén más o menos igualados, unos con rifles de asalto y una (o dos) AWP (rifle de francotirador) y otros con pistolas, sino que cada vez que hay una baja en los de la x y el 6, los de la letra griega pueden robar el arma del cadáver enemigo para usarla, quizá, la próxima ronda.

Pero todo acaba. Un disparo certero a una cabeza que se muestra de forma temeraria. Punto final. A diferencia de los jugadores de LoL, estos jugadores de e-Sport pueden darte una paliza con sus chanclas y sus bermudas y sus camisetas del equipo. Agarran el trofeo y otra vez lo mismo. Las cámaras, el confeti, la gente que se va. Algún fan (¿aquella era la novia de un jugador llorando?) de x6tence triste.

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Uno de los jugadores de Epsilon en la final de Counter Strike: Global Offensive.

Hay otro puñado de finales llevándose a cabo en espacios más pequeños, con menos gente. Ahí está Dota 2, ese juego que Valve ha sabido vendernos a los ignorantes como el gran e-Sport del momento. Hay un par de docenas de personas como público. Ni siquiera tienen escenario o gradas. Veo a gente jugando a Battlefield Hardline y me pregunto qué futuro tendrá una saga que se renueva cada poquísimo tiempo. Como Call of Duty: Advance Warfare.

Hay juegos que son ya decanos en esto. Como Starcraft II. Dos jóvenes promesas, como los llama el comentarista, suben al escenario. Se colocan delante de sus pantallas, bajo la atenta mirada de dos muchachos con camisetas rojas en las que se lee Gamergy. Supongo que árbitros. Su figura me es del todo desconocida y resulta un tanto anacrónico. Como un gazapo extraño. Algo demasiado viejo en un mundo donde las reglas las pone la máquina, más objetiva y rápida que nosotros. En las gradas nos encontramos una veintena de personas. Amigos de uno, amigos del otro, Ricardo y yo.

—Hoy por la noche me echo una partida a Starcraft —dice Ricardo, mientras me explica cómo se juega.

Dos personas se enfrentan, controlando a un ejército. Pueden escoger entre tres razas: los Terran, humanos como nosotros, los Protoss, una raza alienígena sacada de una opereta espacial y los Zerg, bichos viscosos que se me antojan como a un Pokemon feo. Un jugador, Botvinnik (supongo que una referencia oscura al jugador de ajedrez Mikhail Botvinnik), escoge a los Terran. El otro, Majestic, usa a los Protoss. La partida comienza y en la parte baja de la pantalla se pueden ver las pulsaciones por minuto de cada jugador. Una media de 300-250 pulsaciones por minuto. Sus manos vuelan por las teclas. Tienen que controlar la producción de minerales, de vespeno, de obreros, del ejército. Plantar trampas al enemigo. Espiarlo. Soltar unidades de repente en su base para despistar y que comenta algún descuido.

Los comentaristas no dejan de usar términos en inglés de una forma horripilante, castellanizándolos a medias, mientras las partidas vuelan. La más corta dura seis minutos. La más larga, quince. Al mejor de cinco. Cuando me quiero dar cuenta, una ya ha terminado.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto a Ricardo.

—Se ha rendido. La partida se ha puesto imposible y se rinden porque saben que ya está perdida.

Son jugadores de ajedrez que van tres o cuatro movimientos por delante de la propia partida. Juegan siempre en futuro. Además, juegan ellos solos. Esto no es como el LoL o el Counter, donde tienes otras cuatro personas contigo para que te digan qué está sucediendo más allá. Aquí eres tú y un teclado, un ratón, una pantalla y tu rival. Todo sucede muy rápido. En cuanto me despisto, se ponen 2-2 y tienen que ir a una última partida para desempatar.

Botvinnik repite la misma estrategia en las cuatro partidas: lleva una nave hasta una base enemiga, suelta una mina y hace un ligero daño al enemigo. Es más para despistar, para que se distraiga del resto de tareas, que por daño directo. Ahora, sin embargo, ha desplazado todo un escuadrón mortífero hasta el jardín trasero de Majestic. Este, por su parte, camina decididamente hacia la base enemiga, de frente. Se cruzan, pero no se ven. Hay un momento de duda. Botvinnik no sabe si atacar directamente, si acaso eso es muy fácil. Majestic se arroja a la batalla, intentando hacer más daño que obligando al otro a rendirse. Los Terran entonces atacan la base enemiga. Los Protoss están arrasando la Terran sin detenerse. Las tropas aparecen y se derriten. Las construcciones explotan. Los Terran en territorio Protoss acaban muertos, desvanecidos. Botvinnik intenta la retirada, pero ya no hay nada que hacer. Esta rendición llega un poco más tarde que las otras. Es más dura.

Majestic se levanta de inmediato, va a por el trofeo. Apenas hay un cámara y le revientan un cañón manual de confeti al lado de su oreja, casi llevándoselo por delante. Baja del escenario y sube las gradas, donde están sus amigos. Comenta un poco la partida con ellos, antes de volver al escenario y recoger su teclado y su ratón. Se ha terminado. Todo.

Ya no queda nada en la explanada de la nave 4 de IFEMA. Sólo azafatas y azafatos recogiendo consolas. Xbox One, PS4 y WiiUs acumuladas por todas partes. Los únicos restos de la guerra. Junto a flyers y aplaudidores de BenQ. ¿Dónde están ahora tus héroes? ¿Qué ha sido de los campeones? ¿Nos acordaremos de ellos mañana? Hoy hemos visto sus grandes hazañas. Gente que juega como nunca jugaremos ninguno de nosotros. Que entiende un videojuego, que lo lee y lo descifra de una forma que no comprenderemos, aunque podemos intentarlo. Seguiremos emulando que somos ellos, porque siempre hemos querido serlo.

Volverán mañana a jugar y nosotros también volveremos a jugar. Mientras, la masa crecerá, se hará más grande, más fuerte, más potente. Más vieja. Sólo en el futuro encontraremos la respuesta a la pregunta que se plantea hoy: ¿esto es una moda pasajera o ha venido para quedarse? ¿Siempre mantendrá esta repercusión o esta aumentará con el tiempo? Quizá en cinco años miraremos hacia atrás y nos preguntaremos cómo no lo vimos venir. Cómo no intuimos a la masa, lenta, brillando a lo lejos del camino. Por delante de nosotros.

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Majestic levanta el trofeo tras ganar la final.

Diego Freire

Nació en Galica, en el año 1992, dos hechos que marcaron toda su vida. A partir de ahí, hizo un puñado de cortos, un par de videoclips y hasta llegó a escribir una película. Ninguna de estas cosas fue un gran éxito ni le hicieron famoso o rico, lo cual no está mal. Escribió en Internet durante toda su vida, sobre sí mismo principalmente. Era un esteta del cine. Murió en 1917.

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