El instante eterno en Everybody’s Gone to the Rapture

Hace unas pocas semanas escribía en este mismo espacio acerca de la importancia que posee el rastro a la hora de conocer la realidad en la que vivimos, ilustrándolo con algunas claves extraídas de Firewatch, la opera prima de Campo Santo. En realidad, la noción de rastro —lo que queda tras la acción— ha sido, no sé si intencionadamente o por pura intuición, utilizada con acierto en varios títulos: Gone Home, Dark Souls, Sunless Sea, Portal, Half-Life 2 o BioShock serían algunos de los títulos más notables, entre otros menos conocidos, que introdujeron con acierto el rastro como parte de su universo jugable y narrativo. Everybody’s Gone to the Rapture (The Chinese Room, Sony Santa Monica, 2015) se une a esa ilustre lista de obras videolúdicas donde el rastro es tratado de acuerdo a su nivel de importancia. Pero Everybody’s Gone to the Rapture es algo más que una colección de rastros bien articulados; es todo un experimento socioantropológico (cuando no filosófico, político o científico-técnico).

¿En qué consistiría el experimento? Como en esos experimentos del pensamiento que tanto se prodigan en la filosofía, la física teórica o en los propios estudios sociales de la ciencia y la tecnología, el juego nos plantea un hipotético escenario: ¿Y si pudiéramos ser testigos privilegiados justo del instante siguiente al fin del mundo? ¿Qué experimentaríamos? ¿Qué quedaría? ¿Qué sería lo relevante? La obra de Curry, Crawshaw y Pinchbeck nos permite navegar la calma después de la tormenta, habitar el instante eterno borgiano y maffesoliano, y atender a los rastros, los que se han impreso en el territorio, en los edificios, y en los objetos abandonados apresuradamente. Es la quietud del entorno, la suspensión del tiempo, y la belleza —desoladora y terrible por momentos— del paisaje lo que nos permite fijar la atención en esas marcas. Y entre todas ellas, los ecos de conversaciones, acontecimientos y reflexiones de un pasado más o menos reciente. Unos ecos que, como una reverberación en el continuo-espacio tiempo, vienen a alterar fugazmente la calma postapocalíptica.

Son esos ecos, ya fuera del tiempo, junto con los rastros físicos (papeles manchados de sangre, la disposición de unas sillas, carteles que anuncian una obra de teatro) los que dan pleno sentido al experimento. Y se lo dan porque al vaciar el universo del ruido de lo social en movimiento que siempre lo envuelve, nos permite fijarnos en los elementos fundamentales, incluso aunque éstos sean únicamente una serie de fragmentos inconexos y desordenados. El diseño de los controles de la obra de The Chinese Room está pensado precisamente para una dinámica contemplativa, sin prisas, ya que no es posible correr como en la mayoría de videojuegos (apenas habilita un pequeño incremento en la velocidad que suele interrumpirse continuamente). No nos deja desconectar, nos fuerza a pensar dentro de su eternidad efímera.

Quebrado el tiempo moderno, histórico, lineal y teleológico, escribía Michel Maffesoli1 (2001) que lo que emerge es el no-tiempo del rito cotidiano. Everybody’s Gone to the Rapture es un experimento teórico materializado en videojuego, uno muy efectivo y que nos permite explorar cómo el lazo social se forja (y se desgarra) en lo anecdótico, cotidiano, superficial y banal, que es, en suma, lo que todos tenemos en común. Atrapados en ese instante eterno, gracias a la fuerza que precipita el arrebatamiento extático, todo se entiende mejor.

1 Michel Maffesoli (2001). El instante eterno. Buenos Aires: Paidós.

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