La cultura de la convergencia en los medios de comunicación

El mundo en el que vivimos no es el mismo en el que vivieron (y siguen viviendo) nuestros padres. Mucho ha cambiado, sobre todo, gracias a Internet: que la gente pueda conectarse entre ella a lo largo del globo (más o menos) y formar comunidades de gustos e intereses comunes ha cambiado el paradigma cultural, la forma en la que interactuamos con los medios que consumimos y con los demás: ya no establecemos un diálogo bidireccional sobre un videojuego sólo entre nuestro grupo de amistades y unidireccional entre la prensa especializada y sus lectores; el diálogo se desarrolla a nivel bidireccional entre usuarios a nivel global mediante foros o redes sociales, e igualmente entre los medios, que conversan (o deben conversar) con sus lectores como un actor más de la red global. Además, los productores de contenidos tienen que unirse a esa conversación, pues el diálogo (y la modificación) sobre “su” producto va a ocurrir estén ellos implicados o no.

Nos hallamos ante una época en la que no vamos hacia un proceso de convergencia mediática, sino que ya estamos inmersos en él: los términos de convergencia mediática (grandes emporios que poseen estudios de cine, estudios de videojuegos, productoras musicales o medios de comunicación), cultura participativa (modificaciones de videojuegos, parodias de series de televisión, producción amateur, fanfiction, fansubbing) e inteligencia colectiva (Wikipedia como ejemplo más claro, pero está en todo: ¿no es acaso la inteligencia colectiva lo que lleva a la comunidad de World of Warcraft (2004, Blizzard Entertainment) a dar con la clave de cómo derrotar rápidamente a un jefe final de una mazmorra?), más o menos conocidos, forman parte de nuestra actividad diaria.

Es de esto de lo que nos habla Henry Jenkins en Convergence Culture. La cultura de la convergencia de los medios de comunicación (New York University Press, 2006). Jenkins ocupó la Cátedra DeFlorz de Humanidades y es fundador y exdirector del Programa de Estudios Mediáticos Comparados del MIT; actualmente es profesor de Comunicación, Periodismo y Artes cinemáticas en la USC School of Cinematic Arts. Es autor y editor de once libros, entre los que se incluyen Fans, blogueros y videojuegos: la cultura de la colaboración (New York University Press, 2006) y From Barbie to Mortal Kombat: Gender and Computer Games (Justine Cassell & Henry Jenkins, 2000).

El propio Jenkins define el por qué del libro:

Mi objetivo es ayudar a la gente corriente a entender cómo está influyendo la convergencia en los medios que consume y, al mismo tiempo, ayudar a los líderes de las industria y a los responsables políticos a comprender las perspectivas de los consumidores sobre estos cambios.

En definitiva, busca definir la apropiación popular de los símbolos mediáticos y de sus ganas de ampliar los mundos de ficción en los que se sumergen. Cómo estamos ocupando un espacio de interacción entre los viejos y los nuevos medios y exigiendo el derecho a participar en la cultura. Sin embargo, realiza un apunte en el capítulo introductorio muy a tener en cuenta y que, en ocasiones, olvidamos los que hemos “nacido en Internet”:

[…] he de reconocer que no todos los consumidores tienen acceso a las habilidades y recursos precisos para ser plenos participantes en las prácticas culturales que estoy describiendo.

La brecha digital está ahí: hay quien no tiene los medios para acceder, quien los tiene pero no sabe usarlos o, aún sabiendo usarlos, no sabe darle el uso que busca en ese momento. La cultura de la convergencia no es la misma en Estados Unidos y Europa occidental (incluso hay importantes diferencias entre ellas) que en la mayoría de los países de Asia o África. Yo mismo me he encontrado en el libro tecnologías (las TiVo, por ejemplo) que no conocía y que aún están lejos de ser comunes aquí. Hay que tener cuidado al asumir que nuestras prácticas culturales son un estándar de la sociedad, pues si avanzamos en este proceso de convergencia sin acortar esa brecha digital las divisiones entre las gentes de uno y otro lugar, de una y otra clase social, se acentuarán cada vez más.

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Los capítulos del libro se centran cada uno en un caso concreto de convergencia cultural, pero, nos interese más o menos el «producto» del que se habla, el comportamiento de los usuarios y de los que poseen esos contenidos son extrapolables a videojuegos, programas de televisión, series, películas, novelas… En definitiva, a todo el panorama cultural.

Jenkins usa como ejemplo la actividad de los fans de Survivor (Charlie Parsons, 2000) para mostrar la inteligencia colectiva, muy similar a la que se da en foros y redes sociales cuando las compañías nos bombardean con teasers, tráilers, bocetos o frases rimbombantes previamente al lanzamiento de un juego AAA (y, si no ha ocurrido ya, tarde o temprano ocurrirá con los juegos distribuidos en formato episódico). La comunidad se une para divagar acerca de lo que nos están mostrando y, en ocasiones, hay quien sabe más que los demás por medio de algún contacto, y comparte esa información con los demás. Esa persona ayuda al grupo a conseguir la información que busca pero, a su vez, destruye, rompe las reglas del juego que la compañía planeó mediante huevos de pascua, cifras y otros tantos métodos para entretener y despistar al usuario que quiere más. Sin embargo, en los videojuegos la inteligencia colectiva va mucho más allá del spoiling (que es como se denomina en el libro al acto de colaborar para destripar dónde se realizará la siguiente temporada del reality show o descubrir en qué orden se eliminan los concursantes), pues entra en las propias mecánicas de juego. Es prácticamente imposible saber cómo actuar ante un boss de un MMO sin previamente entrar en los foros y leer las fases del enemigo, sus debilidades… No digamos ya en los MOBA y otros juegos como Hearthstone (Blizzard Entertainment, 2014), donde la comunidad y su seguimiento de los pro-players marca el modo de jugar en cada momento. Igualmente, me parece complicado conocer todos los secretos de Bloodborne (From Software, 2015), sus posibles lecturas y referencias, sin acudir a su comunidad. Los productores tienen que desarrollar sus videojuegos teniendo en mente que ya no se enfrentan a una persona, sino a miles que colaboran para descifrar las entrañas de su programa. Por esto me parece absurda, entre otras, una tendencia que lleva demasiado tiempo en los videojuegos y que, en este mundo de guías accesibles en la red, es poco más que una perdida de tiempo: hablo de “secretos” como las tediosas palomas de Grand Theft Auto IV (Rockstar North, 2008) o los cuervos de Bayonetta (Platinum Games, 2009). La palabra va entre comillas porque en Internet eso ya no es un secreto: para el jugador resulta un acto pesado ante el que recurrir a Internet para completarlo, y para la comunidad es algo muy sencillo de descubrir, por lo que pierde su valor de secreto y su atractivo.

El autor ejemplifica con American Idol (Simon Fuller, 2002), en primer lugar, la conversación entre productores y consumidores, en este caso mediante mensajes de texto y llamadas telefónicas de los segundos que tienen repercusión en el espacio creado por los primeros. Se me viene a la mente como muestra casi idéntica de esto World of Warcraft (Blizzard Entertainment, 2004) y aquel concurso para trasladar al juego una moto chopper de la Alianza o la Horda, según la votación de los jugadores por una u otra facción. Pero en los videojuegos la opinión de los usuarios va más allá, siendo probablemente en el bien cultural donde más consecuencias tiene. En los juegos online que hemos mencionado es una constante el cambio de estadísticas en las clases de personaje, en los hechizos, en el coste de las cartas, etc., por quejas de los usuarios y por la propia supervisión de los desarrolladores del estado del juego. Pero también se da esto fuera del juego en red: la queja de muchos por el final de Mass Effect 3 (Bioware, 2012) propició una actualización del juego cambiando el final (se debatió mucho en su día sobre si la comunidad debe tener el poder de influir en algo tan personal como el argumento de un videojuego y que escapa a la mejora de la jugabilidad). En el caso de Warcraft III (Blizzard Entertainment, 2003), la compañía llegó a tirar a la basura un año de trabajo en el proyecto por el feedback de la comunidad. Recientemente, en FIFA 16 (EA Sports, 2015) por fin se ha tenido en cuenta el fútbol femenino incluyendo, de momento, algunas selecciones por la petición de los jugadores que reclamaban que el fútbol no es sólo cosa de hombres. Tras las quejas por las expectativas ante Assassin’s Creed (Ubisoft Montreal, 2007) el estudio escuchó a los fans para, en la iteración dos años después de la segunda parte de la franquicia, incluir todo lo posible de lo pedido. Son algunos ejemplos de una práctica habitual en los grandes desarrollos.

En segundo lugar, se habla de la importancia de la publicidad en el programa y cómo tiene relación en este, y viceversa. El show televisivo necesita la publicidad, pero si algo va mal en él, afectará a la marca. El advergaming está más implantado de lo que parece, aunque se siga percibiendo como algo nuevo. Quizá no está tanto en los AAA (aunque hay excepciones como la campaña de Diesel en Devil May Cry 2 (Capcom, 2003) o The Wheelman (Tigon Studios, 2009) o la publicidad de multitud de marcas en los juegos deportivos) como en los videojuegos free2play, ya sea en forma de establecimientos de comida rápida que construir en tu ciudad, o como videojuegos puramente publicitarios producidos por las propias marcas. Pese a la imagen negativa que la publicidad en algo que has pagado tiene para muchos, no veo ningún problema en que un juego se pueda producir gracias a la inclusión de elementos publicitarios no intrusivos en él, como por ejemplo que la ropa de un personaje sea de una determinada marca o que los ordenadores y demás cacharrería electrónica del juego tengan una manzana; creo que es un modelo de negocio a desarrollar que probablemente en un futuro no muy lejano veremos con asiduidad.

Para hablar de las narraciones transmediáticas, otro lo de los grandes elementos de esta cultura de la convergencia, se centra en Matrix (Andy Wachowski & Lana Wachowski, 1999). Un apunte: me parece interesante recalcar la diferencia entre transmedia y crossmedia: en el primero cada espectador decide desde qué medio se acerca al mundo creado, cada cual le ofrece unos alicientes e información adicional que no le ofrece el otro. Sin embargo, en el crossmedia hay que visitar todos los productos para comprender la historia que se nos cuenta. Constantemente vemos videojuegos sobre el blockbuster recién estrenado en salas, series de animación basadas en videojuegos para los más jóvenes, libros (en ocasiones de dudosa calidad) que amplían el argumento del superventas AAA de turno… Se habla en el libro de Pokémon: videojuegos, spin-offs, series de animación, películas estrenadas en cines o comercializadas directamente en vídeo/DVD, merchandising, parques de atracciones y mucho más. Destaca también el desarrollo de los videojuegos de El Señor de los Anillos (Universal Interactive Studios, 2002) basados en la trilogía de Peter Jackson, durante la cual varios miembros del equipo de Neil Young (que participó en el juego cuasi experimental Majestic (Anim-X, 2001)), productor de los juegos, se integraron en el rodaje de las películas para ser conscientes de lo que estaban trasladando a un videojuego. Young ejemplifica en el libro con el montaje del director de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), el famoso unicornio de papel, lo que quería lograr con la experiencia transmediática del videojuego:

[Refiriéndose al citado unicornio]Esto altera toda tu percepción de la película, tu percepción del final. […] El reto para nosotros, especialmente con El señor de los anillos, estriba en cómo introducimos el unicornio de papel, cómo ofrecemos esa información que te hace ver las películas con otros ojos.

Para muchos, las distintas producciones en medios distintos surgidos de una franquicia no son más que un sacacuartos. Sin embargo, como dice Young, es ver las cosas con otros ojos, un modo de sumergirte de modos distintos en una franquicia y ampliar el mundo que amas.

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Jenkins investiga también la cultura folk en tiempos de cultura de masas, o lo que podríamos llamar producción amateur: se fascina por los cortos y películas realizados a partir de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1997) y habla con Will Wright sobre el éxito de Los Sims (Maxis, 2000): las ventas estaban aseguradas antes de lanzar el título por parte de una comunidad que ya estaba creando contenido para la casa de muñecas del siglo XXI. Explica cómo los fans ayudaron a Raph Koster con el desarrollo de Star Wars Galaxies (Sony Online Entertainment, 2003). El diseñador contó desde el principio con la opinión y experiencia de unos fans del universo galáctico que sabían más que él, condicionando así el desarrollo del juego y del universo que ellos mismos habitarían. Hablando de producción amateur no podía dejar de lado los mods, con Counter-Strike (Minh Le & Jess Cliffe, 1999) como ejemplo siempre recurrente, y hablando de ellos también desde la perspectiva del diseñador que aporta las herramientas de modificación del programa: en Bioware conciben esto como una forma de estudiar a los consumidores, sus gustos, y analizan las mejoras que estos realicen al juego para mejorar ellos en las posteriores versiones de sus franquicias. Para bien o para mal, la coyuntura ha cambiado desde que el profesor escribió Convergence Culture, y cada vez vemos más juegos de ordenador en los que no sólo no se ofrecen herramientas de creación de mods (revitalizadores de la vida útil de un título, generadores de nuevas experiencias) sino que se evita que los usuarios creen su propio contenido a la vez que se anuncia contenido adicional de pago. El aporte de la comunidad en los juegos no se queda en nuevo contenido: en el libro se habla de cómo empezó el fansubbing, el traer animación japonesa a occidente añadiendo subtítulos artesanalmente. En España tenemos un ejemplo reciente en videojuegos: la traducción de Ni no Kuni El mago de las tinieblas (Level-5 & Studio Ghibli, 2010) por parte de los fans de un juego de Nintendo DS que no llegó a pisar Europa.

Pero todas estas prácticas tienen una barrera en ocasiones inquebrantable, que está al filo de los derechos del consumidor y que cuestiona el qué puede hacer una persona con un bien cultural adquirido. En el libro se nos presenta la guerra de Warner Bros contra niños que escribían fanfiction (de distintos tonos y formas) sobre la serie Harry Potter (J.K. Rowling, 1997). Las leyes de propiedad intelectual son necesarias para proteger a las empresas de una competencia desleal y del “robo” de su producto, pero las prácticas de la sociedad avanzan más rápido que la lenta legislación burocrática. Los poseedores de los derechos patrimoniales de una obra no deberían combatir a sus usuarios, sino apoyarlos y aportar material para que los fans sigan creando un contenido que afiance a la comunidad, y por ende, a la marca. Por eso me parecen un escándalo casos como que Nintendo prohíba una película sobre The Legend of Zelda realizada por fans.

La visión de Henry Jenkins cuando escribió el libro es que todo este tiempo dedicado por las comunidades online a mejorar, modificar e indagar en la cultura que consumen se llegue a aplicar a acciones que condicionan el día a día de una persona. Hacer una política participativa a través de la red, ya sea con montajes en Photoshop publicados en la redes, comunidades que se reúnen en un foro para hablar de política o usuarios que debaten en la red para actuar fuera de ella. No hace falta más que echar un vistazo a Twitter para darse cuenta que todo esto, como pronosticó Jenkins, va en aumento.

A pesar de que en los nueve años que han pasado desde que se publicó el libro mucho ha cambiado (de los foros a las redes sociales, extensión de los juegos online, consumo directamente en Internet, etc.), considero el libro como una lectura imprescindible para el ámbito académico, para aquellos estudiosos de la cultura actual y/o los medios de comunicación. Pero también para todo aquel que quiera conocer en más profundidad el mundo repleto de conglomerados mediáticos, producción amateur y grandes historias de ficción en el que vive. Tras leerlo vemos con otros ojos un videojuego que se basa en una franquicia televisiva, una película que usa la marca del juego al que llevamos años jugando, e incluso valoraremos de diversas formas esos programas que siempre hemos conocido como «telebasura». Acabo esta recomendación con el párrafo con el que Jenkins da final a su libro:

Bienvenidos a la cultura de la convergencia, donde los viejos medios chocan con los nuevos, donde los medios populares y los corporativos se entrecruzan, donde el poder del productor mediático y el poder del consumidor mediático interaccionan de maneras impredecibles. La cultura de la convergencia es el futuro, pero está cobrando forma en nuestros días. Los consumidores serán más poderosos en el seno de la cultura de la convergencia, mas sólo si reconocen y emplean ese poder como consumidores y ciudadanos, como participantes cabales en nuestra cultura.

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