La importancia del rastro en Firewatch

Es bien conocido el leitmotiv de Expediente X, la serie de culto creada por Chris Carter, que afirma aquello de «The truth is out there», la verdad está ahí fuera. Sin embargo, los seguidores de la serie sabrán que hay otras frases, elevadas al rango de principios, grabadas a fuego en el imaginario de su universo tales como «I want to believe», «Resist or serve», o «Nothing disappears without a trace». Me centraré en esta última idea, ese ‘nada desaparece sin dejar rastro’, porque presupone una cierta ontología: todo aquello que es, que hace algo, indeleblemente va a dejar una marca, un resto, un rastro. Si no hay traza, si no hay signos de algún tipo de actividad o transformación, entonces no tendremos forma de acercarnos a esa realidad, de entenderla o aprehenderla: no será en un sentido absoluto, puesto que ni si quiera será pensable su existencia.

Firewatch (Campo Santo, 2016), objeto monográfico esta semana en Deus Ex Machina (aquí, aquí y aquí), es la obra perfecta para ahondar en este planteamiento, para enseñarnos la importancia del rastro como principio de actividad y existencia. Hacia el final del juego, no diré en qué contexto, podemos leer en la parte inferior de una nota manuscrita las siguientes palabras: «Leave no trace». No dejar huella, esa es la intención de quien escribió la nota. La ironía del descubrimiento es tan formidable que casi se puede ver cómo a la realidad le saltan las costuras. Quien no quería dejar rastro termina dejándolo al indicar que no quería hacerlo. La realidad está compuesta de estos rastros discontinuos: es como sabemos que existe, que se mueve, que se transforma.

Y los rastros en Firewatch son una constante, son los que nos trasmiten que la impenetrable quietud del bosque y su paisaje no es más que el lienzo —acentuado por el acabado artístico del juego— donde se plasma un universo más que vivo y atravesado por historias y eventos tanto desgarradores como triviales. A lo largo del juego no veremos ningún rostro salvo en algún retrato; no nos cruzaremos prácticamente con ningún ser vivo. No es necesario. Tenemos las notas que dos guardabosques se intercambiaban en el pasado, las marcas que un oso ha dejado en el tronco de un árbol, los restos quemados de un incendio controlado, un rastro de latas de cerveza, enseres abandonados apresuradamente, una mochila que cuelga de unas ramas, las heridas sin cicatrizar en forma de culpa con las que el pasado nos recuerda que nos ha rasgado el alma. Marcas, restos y rastros. Y en lo alto, en su atalaya, Delilah, que bien podría ser el eco de una vida pasada que recogemos con nuestro walkie-talkie.

Que el desencadenante de la historia parta de la terrible experiencia del ser querido que poco a poco pierde la memoria —ese conjunto de rastros que nos vincula con el mundo y sus habitantes—, sumiéndose en el olvido de lo que algún día fue —y por lo tanto ya deja de ser—, no hace sino reforzar la importancia del rastro. Sin él, no somos nada; peor aún, no sabemos que fuimos. Y entonces, como le ocurre a Henry, ya sólo nos queda huir. Pero nada desaparece sin dejar rastro.

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