Zöe Quinn es un nombre popular estos días: presuntas conductas alejadas de la presunta corrección ética sirvieron de acicate para levantar un vendaval de críticas sexistas, semilla del #GamerGate. Pero no vamos a hablar hoy de eso. Hoy vamos a hablar del primer motivo por el que el nombre de Zöe comenzó a ser conocido: Depression Quest, el simulador de depresión.
Depression Quest (Zöe Quinn, 2013) es una experiencia -como tal hay que definir algunos serious games– que tantea los límites de la jugabilidad enfangándose en eso que podríamos llamar aventura textual: diversos textos se nos ponen por delante, detallando la situación, permitiendo al jugador elegir qué camino tomar; según lo elegido los textos siguientes serán unos u otros, y asimismo el final será distinto según las decisiones tomadas.
Lo que diferencia a este título de cualquiera creado por un programador que acaba de aprender a manejar diálogos en su herramienta de desarrollo o de aquellas experiencias tempranas que cimentarían más tarde aquello conocido como aventura conversacional es la temática: la depresión es una enfermedad real, no algo que tiene el vecino del quinto; si usted, lector, nunca ha estado depresivo, nunca se ha sentido caer hacia un pozo oscuro en cuyo fondo esperan babosas negras, nunca ha tenido un familiar cercano o un amigo que se descalabre sin motivo aparente no salga de este texto disparado, creyéndose inmune a sortilegios amparados por falsos hechiceros: según la estadística uno de cada seis españoles conocerá la depresión a lo largo de su vida.
La depresión es la enfermedad silente: tenerla estigmatiza, avergüenza. Y lo hace porque quien la sufre tiene como primeros síntomas el de una profunda desmotivación: se replantea cosas hasta hace poco seguras, duda, titubea. El no pisar con fuerza el sendero de la vida desmotiva, pues qué prisa tendremos andando si no sabemos a dónde queremos ir. Y esa desmotivación se interpreta, por quien desconoce la enfermedad, como pereza. Y el depresivo permanece en un estado exhausto, pues recordemos, está enfermo, e igual que el febril necesita descanso el depresivo se siente agotado; ocurre aquí que el sudor mental es invisible y por ello despierta menos empatía en quien no ve síntomas externos que subrayen cansancio.
Ya, para empezar, disponemos de un obstáculo gigantesco: reconocerse, a ojos de algunos, como débil, como vago. Y aún conociendo la enfermedad del depresivo el que lo trata lo hace cansándose de su hastío, de su gris, de sus ojos entrecerrados. El depresivo en estado grave considera el suicidio como quien considera partirse un trozo más de sandía: ¿pediríamos pues ayuda, le pediríamos a algún familiar su opinión si quisiéramos más fruta? Es la depresión además enfermedad que puede volverse crónica, un sótano que se crea en lo más bajo de nuestras vidas que alberga, encadenado, a un caballo con cabeza de dragón, criatura negra y ciega a la que tenemos que enseñar a mantenerse callada cuando llegan las visitas, no sea que los grotescos relinchos las espanten. Aprender a vivir con depresión, superarla, es ser conscientes de que la criatura sigue ahí aunque nunca pensemos en ella.
Esta enfermedad se alimenta del miedo, de la inseguridad, de la timidez. Este mal disfruta colocándose obstáculos unos detrás de otros, pidiéndote faltar al trabajo por sentirte mal, pidiéndote sentirte mal al volver al trabajo, temeroso de la iracunda mirada del jefe. El depresivo se siente extraño: un alien que no conoce mundos de atmósfera amigable, que se siente invasor en cada mundo que aterriza. La depresión explora el ruido del silencio, desintoniza tu televisor, retuerce la rutina llevándote una y otra vez de vuelta a un frigorífico que no puede oírte. Te coloca mancuernas en el tálamo: la tarea más sencilla requiere un esfuerzo hercúleo; la vida diaria te atosiga.
La mejor ayuda que se le puede brindar al depresivo es la empatía. Póngase, querido lector, en el lugar del otro. No querremos rechazar una mano amiga cuando la oscuridad nos quiera envolver.
Hay que aclarar sobre la depresión que puede aparecer en cualquier persona, en cualquier momento. Los desastres familiares, longevas situaciones de maltrato físico o mental, enfermedades terminales, graves pérdidas íntimas o un fuerte condicionamiento genético pueden originar depresión, pero a veces no hay un motivo claro que explique su raíz, y sin embargo su existencia es palpable: para los adolescentes es la primera causa de enfermedad, la tercera causa de fallecimiento. Cientos de millones de personas sufren depresión en el mundo, pero más de la mitad no se trata por no colocarse sobre la cabeza el tabú. ¿Se imaginan sufriendo una enfermedad pulmonar grave, evitando ir al médico por vergüenza?
David Foster Wallace, leyenda de la literatura, corresponsal en los premios AVN, se ahorca debido a la depresión. Sus palabras introducen el juego.
Algunos de los tipos en apariencia más felices acaban desistiendo de vivir. El «Siempre saludaba al encontrarnos en la escalera» de los homicidios es el «Parecía feliz, siempre sonreía» de los suicidios, como en el reciente caso de Robin Williams, el payaso de sonrisa triste, fallecido pocos minutos antes de que Depression Quest se publicara en Steam de manera gratuita. La incomprensión parte de muchos medios periodísticos, que igual podrían guardarse cierta información para no ponerles fáciles las cosas a los suicidas, que llegan a beatificar la locura, pero locura maravillosa de los que ejecutan la mortalidad.
Porque esa es otra idea que hay aclarar, y es que depresión no significa estar triste, ni siquiera vivir una tristeza prolongada, al igual que decir que se está un poquito depresivo es tan correcto como decir que la gente del cementerio está un poquito muerta. Hay que entender la depresión: empatizar, empatizar, empatizar. El depresivo no sufre depresión por ser más débil ni por tener un carácter más blando, y tampoco está loco. Por toda esta incomprensión el depresivo vive en desamparo. Y es necesario decirlo alto y claro: nadie es culpable de ser depresivo.
Depression Quest previene: la depresión puede hacer acto de presencia en cualquier instante, de hecho en el juego tenemos pareja, trabajo y familia, lo que de entrada rompe el mito de que la depresión se origina siempre desde la soledad. Zöe Quinn aporta ese apoyo adrede, es más de lo que ella nunca tuvo, pero tampoco importa: la depresión no te buscará con mayor o menor ahínco según el número de familiares o amigos que tengas. Depression Quest enseña: algunas personas son incapaces de realizar un esfuerzo empático, como esa madre del personaje protagonista que ante ánimos decaídos recurre al «Sé fuerte»; ¿le diríamos al que yace, sudando a mares, postrado en la cama por enfermedad grave, que se levantara y fuera fuerte? ¿No deberíamos esforzarnos en comprender que está enfermo? Porque la incomprensión viene del aspecto exterior, en apariencia normal. No veremos en el depresivo más que un rostro decaído, falto de alegría; no nos daremos cuenta de que la depresión anula la voluntad, sólo veremos a alguien fatigado, con poco apetito y desequilibrios al dormir, caeremos en la injusticia cuando le pidamos que se esfuerce más en superar la enfermedad o en ser más positivo: ¿le pediríamos al desnutrido que corriera maratones?
Uno de los primeros ejercicios recomendados por los psicólogos fomenta la disciplina rutinaria: anulada la voluntad deberemos entrenarla como el atleta que acudiendo al gimnasio refuerza y expande su musculatura. ¿Los ejercicios del depresivo? Llamar a los seres queridos, abrir puertas, ordenar papeles; tareas rutinarias que requieren voluntad a bajo nivel, pesas de poco peso para el obeso novato que afronta su primera dieta. El juego muestra desde su sencillez de mecánica -elección de acciones mediante opciones de diálogo y nada más- lo terrible de la enfermedad, al mostrar sucesivamente distintas opciones, encontrándose la primera o primeras -habitualmente más sanas o positivas- tachadas, impidiéndonos elegirlas, haciéndonos partícipes de lo mucho que le cuesta al depresivo el simple hecho de coger el teléfono para llamar a alguien, transmitiéndonos lo que muchas veces supone la depresión para el enfermo: una retroalimentada espiral de sufrimiento. Recuerde el lector que el depresivo tiende a sentirse culpable: no alimentemos su exagerada culpabilidad frustrándolo aún más al pedirle lo que no puede darnos.
Otro factor importante reside en la responsabilidad: veremos que en el juego podemos elegir si adoptar un gato o no. Ya no pensamos en nosotros mismos, debemos pensar en el bienestar del animal: cuidándole regamos su cariño hacia nosotros; queremos estar bien para poder pasar una plácida tarde en el sofá acariciándole. O al revés: sentirnos importantes, queridos para alguien refuerza nuestro lado emocional. Cuidar de otro ser aliviará la inutilidad excesiva que el depresivo se echará sobre sí mismo.
Un paso importante en el devenir de la enfermedad, y hay que recalcarlo, es su reconocimiento: superados los posibles estigmas la ayuda psicológica es tan básica como la consulta al oftalmólogo si empezamos a ver nubarrones negros. Es triste pero por desgracia muy real que mucha gente necesitada de terapia ni siquiera se la plantee por el qué dirán, y por ello es necesaria una actividad educativa hacia nuestro entorno que dulcifique y normalice lo que debería ser un proceso similar -porque lo es- a la habitual consulta del médico. En Depression Quest no se profundiza sobre el mejor camino: cada persona es como es, algunos necesitarán apoyo farmacológico, otros tendrán suficiente con la psicología sin tener que recurrir a la psiquiatría. El juego no pretende convertirse en una respuesta clara para los depresivos -de hecho al comienzo del juego se advierte de que si el jugador tiene tendencias suicidas debe parar de jugar-, sólo busca ser un primer paso, un acercamiento entre pacientes y no pacientes. Tampoco ofrece ni un happy end de curación mágica ni un desvío funesto, sino un ejemplo de lo que supone ser depresivo: luchar día a día porque la depresión más que curarse aprende uno a sobrellevarla; debe hacer uno lo que pueda con las herramientas que tenga a mano, «They can chew you up, but then they gotta spit you out«.
Una sensación positiva recorre el cuerpo del jugador cuando va tomando ciertas decisiones y el párrafo final de la ventana, que siempre informa sobre la situación actual del protagonista, va mejorando poco a poco. De alguna manera ayudamos, de alguna manera mejoramos el estado vital de una entidad, aunque sea digital, y nos reconforta de forma similar a cuando conseguimos que nuestro familiar depresivo acuda a un evento que hemos organizado o nos cuente cómo le están yendo las cosas en ese curso de inglés al que se apuntó.
Zöe Quinn transmite en el título su propia experiencia: intentó suicidarse a los doce años y fue diagnosticada como depresiva a los catorce. Ya con conocimiento sobre videojuegos crea Depression Quest –desarrollado con la herramienta Twine, open source, junto a algunos compañeros de enfermedad-, no sólo para una industria preocupada por transmitir inquietudes humanas: permite a los psicólogos interactuar con sus pacientes, a las familias crear puentes sobre ríos de sentimientos sin verbo hacia sus familiares depresivos, expande un Videojuego capaz de transmitir experiencias personales trágicas. Callar Hablar, ignorar conocer, huir empatizar. Siempre merece la pena luchar porque estás vivo. Porque tú, lector, eres maravilloso, estás bendecido porque estás ahí. Hoy es siempre todavía.